EL JUEGO SIMBÓLICO EN PSICOLOGÍA EDUCATIVA (1987)

INTRODUCCION: El juego en general

¿Qué es el juego? Según Jacques Henriot, en un extenso trabajo que forma parte de la ‘Enciclopedia de la Psicología y la Pedagogía Semay-Lydis’, el juego se caracteriza básicamente por un sistema de reglas que tienen un valor obligatorio para el que acepta someterse a ellas. En este sentido se pueden tener en cuenta tres acepciones de la palabra ‘juego’, distintas pero relacionadas entre sí:

a) El objeto o conjunto de objetos que sirven de soporte al juego (se habla, así, del ‘juego de cartas’, ‘juego de criquet’, etc.)

b) El sistema de obligaciones que el juego impone (v.gr., las reglas)

c) La conducta que se impone a los jugadores (éstos observarán, en función de las reglas de juego, una secuencia conductual prefijada y generalmente invariable: barajar, cortar, repartir, etc.).

Podemos, entonces, definir el juego como un todo estructurado, en el sentido que generalmente se le da al término ‘estructura’: organización totalizadora en la que se pasa de un elemento a otro, de un grupo a otro, de un estado a otro, por un conjunto de transformaciones que se efectúan indiferentemente en los dos sentidos. En resumen, que por lo general se le otorga al concepto de ‘estructura’ la categoría de reversibilidad. No obstante, es precisamente esa característica la que resulta conflictiva al referirnos a la susodicha ‘estructura lúdica’, ya que, debido a la importancia que tienen las reglas de juego, resulta que en todo juego, incluso en los relativamente poco estructurados, figura un cierto número de cosas que hay que hacer en un orden determinado. En este caso el juego no sería ‘reversible’, no podría tener más que un solo sentido y se definiría más bien como “… sucesión ordenada de operaciones más o menos aleatorias, dispuestas unas en función de las otras a lo largo de una duración teóricamente irreversible”.

Sin embargo, esta obligatoriedad y sistematicidad es al parecer la característica principal del juego, al menos a partir de un cierto momento de la evolución intelectual del individuo. Es lo que Piaget denomina ‘juego de reglas’, característico del estadio de operaciones concretas. Así dice:

“… la afectividad de los 7 a los 12 años se caracteriza por la aparición de nuevos sentimientos morales y, sobre todo, por una organización de la voluntad, que desemboca en una mayor integración del yo y en una regulación más eficaz de la vida afectiva”.

Piaget insiste mucho en el concepto de ‘respeto mutuo’, del sentimiento de justicia que el niño adquiere a través del juego colectivo, y que consiste en “… transformaciones relativas al sentimiento de la regla, de la regla que une a los niños entre sí, tanto como de la que une al niño con el adulto”. Esto, como decíamos, podría causarnos dificultades a la hora de definir en qué consiste esa ‘estructura lúdica’ a que nos referíamos más arriba. Henriot trata de salvar el escollo hablando de lo que él llama estratos de disgrsión, por cuanto es evidente que cada uno de los momentos de la sucesión lúdica se presenta como la ocasión para una elección: elegir cada jugador, al llegar su turno, entre realizar una jugada o no hacerlo. Por tanto, y siguiendo con el razonamiento, lo que caracteriza a la estructura lúdica no sería ya la reversibilidad del sistema operatorio, sino más bien “… la relativa sustitución de operaciones, que en determinados momentos de la articulación del sistema se puede efectuar entre varias posibilidades que se presentan en haces divergentes”. Es decir, que todo juego puede entonces definirse en relación con dos límites (“… el delirio del jugador opuesto a la autorre-gulación del sistema”), que indicarían dos formas opuestas de ‘no-juego’:

1) El ludismo desenfrenado, que rompe las estructuras a medida que éstas se esbozan (por cuanto el juego no sería tal si no se respetasen unas reglas mínimas)

2) El desarrollo programado de una sucesión regulada de operaciones, en cuya ejecución el operador no tendría otra posibilidad de elección que la de la estrategia y sabría ‘a priori’ cuál era la más eficaz (no habría juego sin la intervención del azar).

El juego no sería, pues, ni una cosa, ni la otra, pero sí constituiría una especie de conglomerado dialéctico entre ambas. Según Henriot, en el espacio intermedio de los dos conceptos se puede definir cada juego como una “… sucesión regulada de secuencias práxicas más o menos aleatorias, cuya elección, en cada punto de articulación de la estructura diacrónica así engendrada, de penderá de la iniciativa de un jugador eventual que tiene en cuenta un conjunto de convenciones a las que, por principio, habrá aceptado someterse”. Es lo que Piaget llamaría equilibrio entre asimilación y acomodación. Volveremos más adelante sobre este punto. Respecto a esta definición de juego que acabamos de desarrollar, Henriot cita seis características que, según Callois y Huizinga, deben de presentarse en toda actividad lúdica. Son las siguientes:

a) Libertad (jugar es tener derecho a no jugar)

b) Separación (el jugar debe permanecer contenido en y por los límites del juego)

c) Incertidumbre (se juega sólo en la medida en que no se sabe jugar)

d) Improductividad (el jugador no deja nada detrás de su paso)

e) Reglamentación (conducta de obligación en sí y para sí)

f) Ficción (conciencia que tiene el jugador de colocarse al margen del mundo habitual).

Teniendo en cuenta estas características, Callois considera cuatro tipos fundamentales de juegos: de competición, de azar, de simulacro y de vértigo. Los primeros (también denominados ‘agôn’) tienen como resorte la lucha, mientras que los ‘juegos de azar’ (‘alea’) se basan en “… una decisión que no depende del jugador, sobre la que no se tiene la menor influencia, y …, consiguientemente, no se trata de triunfar sobre nin-gún adversario, sino más bien sobre el destino”. Por otra parte, tenemos los ‘juegos de simulacro’ (‘mimicry’), relacionados, como veremos, con el ‘juego simbólico’ de Piaget, pues “… tienen como característica común la de apoyarse en el hecho de que el sujeto juega a creer, a creerse, a hacer creer a los demás, que es otro distinto de sí mismo”. Finalmente está el ‘juego de vértigo’ (‘ilinx’), cuyo objetivo consiste en provocar “… mediante un movimiento rápido de rotación o caída un estado orgánico de confusión y desconcierto”. A este último tipo de juego se refiere igualmente Piaget en relación con la psicología infantil. Sin embargo, toda esta definición y clasificación de los juegos a que nos hemos estado refiriendo hasta aquí concierne al juego en general. El tema de este trabajo trata exclusivamente del juego, pero referido al desarrollo evolutivo del niño. Por tanto, en capítulos subsiguientes introduciremos en primer lugar brevemente el juego infantil desde un punto de vista general, para luego concentrarnos en el tema específico del ‘juego simbólico desde la óptica de la psicología de Jean Piaget.

 

EL JUEGO INFANTIL

Según C. Garvey, en sus características básicas el juego infantil no se diferencia sensiblemente del juego del adulto. Por eso tales caracteres son similares a los que ya vimos antes de Gallois-Huizinga para el juego en general. En lo único en que insiste algo más Garvey es en el aspecto ‘agradable’ de lo lúdico, especialmente en lo que al juego de los niños se refiere. También subraya con especial énfasis el carácter ‘ficticio’ del juego, mediante el contraste entre la simulación y el comportamiento del cual deriva (como dice P. Reynolds, “… el juego es un comportamiento en el modo simulativo”). Las características serían las siguientes:

1) El juego es placentero y divertido. Aún cuando no vaya acompañado por signos de regocijo, es evaluado positivamente por el que lo realiza.

2) El juego no tiene metas o finalidades extrínsecas (es inherentemente improductivo).

3) El juego es espontáneo y voluntario.

4) El juego implica cierta participación activa por parte del jugador.

5) El juego guarda ciertas conexiones sistemáticas con lo que no es juego.

Nos ha parecido interesante nombrar estas características generales del juego, aunque son casi una repetición de las anteriormente citadas, pues conectan de una forma más explícita (aunque sólo hasta cierto punto, como veremos) con la concepción de Piaget acerca de este tema. Sobre todo nos parecen significativos los dos últimos puntos, que se podrían resumir mediante una acertadísima frase de I. Eibl-Eibelsfeldt: “,,, el juego es un diálogo experimental con el medio ambiente”. Piaget expresa esta misma idea al decir que “… con la interiorización de los esquemas, el juego se diferencia cada vez más de las conductas de adaptación propiamente dichas (inteligencia), para orientarse en la dirección de la asimilación”. Porque para Piaget, el juego en el niño no constituye una conducta aparte, y se define únicamente por una cierta orientación de la conducta.

Es decir, que Piaget se muestra en desacuerdo con lo que dice en el punto 2 de la anterior relación, que define, como Baldwin, el juego infantil como una actividad ‘autotélica’, desinteresada, que encuentra su fin en sí mismo. Dicho criterio le parece de lo más impreciso, ya que de sobra es sabido que el jugador en cierto sentido se preocupa por el resultado de su actividad. Para Piaget, cuando asimilación y acomodo están indiferenciados (conductas del principio del primer año), parece, en efecto, que hay autotelismo sin que haya juego propiamente dicho, pero “… en la medida en que la asimilación triunfa sobre el acomodo, el juego se disocia de las actividades no lúdicas correspondientes”. En esto está de acuerdo con la opinión al respecto de Wallon, cuando éste dice:

“El juego se confunde con la actividad total del niño, en tanto que ésta es espontánea y no toma sus objetos de las disciplinas educativas”.

Para Wallon, los juegos no son otra cosa que la prefiguración y el aprendizaje de las actividades que deben imponerse más tarde. Así, por ejemplo, Wallon se refiere a las diferencias entre niños y niñas, que ya se pueden rastrear, según él, en la morfología y en el comportamiento de unos y otras, incluso si reciben una educación semejante (debido, sobre todo, al ejemplo de los adultos). Para Freud, a cuya concepción se opone Wallon, como veremos, de la interpretación de los juegos infantiles se deduce fácilmente que los objetivos funcionales de la sexualidad exigen que el niño se deshaga uno por uno de todos los objetos provisionales con los que se ha investido la sexualidad. Este rechazo no puede suprimir la libido, sino que sólo la obliga a disfrazarse (los juegos constituirían uno de estos disfraces, junto con las manifestaciones neuróticas y los sueños). Wallon, en cambio, opina que el juego no constituye precisamente un enmascaramiento. Según él, resulta del contraste entre una actividad liberada y aquellas a las que normal-mente se integra el sujeto. El juego, por tanto, evoluciona entre oposiciones y se realza superándolas. De ahí la necesidad de reglas.

Con todo esto está más o menos de acuerdo Piaget, excepto en lo concerniente a la supuesta ‘espontaneidad’ del juego en oposición a otra actividades infantiles (punto 3 de Garvey). Para él, esto no explica nada, puesto que las investigaciones intelectuales primitivas del niño y, además, las de la ciencia pura misma, son igualmente espontáneas. El opina que el juego no es más que una asimilación de lo real al yo por oposición al planteamiento ‘serio’, que equilibra el proceso asimilador con un acomodo a los demás y a las cosas. Tampoco le parece a Piaget que el juego sea una “… actividad para el placer” (punto 1), por cuanto muchos ‘trabajos’ propiamente dichos tienen por fin subjetivo la satisfacción o el placer, sin ser por eso juegos. Además (véase la clasificación de Callois), ciertos juegos consisten, sorprendentemente, en reproducir simbólicamente acontecimiento manifiestamente penosos, con el único propósito de digerirlos y asimilarlos. La búsqueda del placer, en todo caso, estaría subordinada en sí misma a la asimilación de lo real al yo, con lo que el placer lúdico sería la expresión afectiva de esta asimilación. Pues, según Piaget, “… la asimilación simple bajo la forma de la repetición de un acontecimiento y, en general, prima sobre la búsqueda del gozo como tal”.

A esta opinión de Piaget cabría oponer la postura de L.B. Murphy, que se plantea la pregunta: ¿cuándo cabe decir que el juego es diversión? Responde que el juego es más divertido cuando es más espontáneo, es decir, “… cuando surge de una integración de impulso e ideas y proporciona expresión, liberación, a veces clímax, a menudo dominio, y cuando en cierto grado es vigorizador y refrescante”. Se trata, en definitiva, de que el niño sea libre de disfrutar y de imponer algo, alguna estructura, alguna pauta al medio ambiente, desde dos puntos de vista.

a) Deseos, enfados, temores, conflictos y preocupaciones de cada individuo

b) Desconciertos, preguntas, la necesidad de clasificar la experiencia, de trazar un mapa cognoscitivo o de mejorar la naturaleza.

Pero Piaget no comparte esta teoría de la ‘liberación de los conflictos en el juego’, puesto que, según él, el juego ignora los conflictos, o si los encuentra, es para liberar el yo mediante una solución de compensación o de liquidación, mientras la actividad seria se debate en conflictos ineludibles. Por razones parecidas se opone igualmente a la ‘carencia relativa de organización en el juego’, así como a la teoría de la ‘sobremotivación’ de Curto, según la cual se registra una intervención de motivos lúdicos no contenidos en la acción seria inicial. Piaget se opone de igual manera a otras teorías que se suelen barajar acerca de la significación psicológica de los juegos infantiles. Así, combate por insuficientes la ‘teoría del pre-ejercicio’ de K. Groos (el juego contribuye al desarrollo de funciones cuyo estado de madurez no es alcanzado sino al final de la infancia ; cfr., la opinión de Wallon), la de la ‘recapitulación’ de Stanley Hall (el juego de los niños tiene por función liberar a la especie humana de residuos de actividades ancestrales) y la de la ‘dinámica infantil’ de Buytendjik (un niño juega porque es niño, es decir, porque los caracteres propios de su ‘dinámica’ le impiden hacer otra cosa que jugar), que no desarrollaremos aquí por falta de espacio. La teoría de Piaget acerca del juego infantil pretende interpretarlo, al contrario de otros investigadores, a partir de la estructura del pensamiento del niño. A este propósito afirma:

“El juego es el producto de la asimilación que se disocia de la acomoda-ción antes de reintegrarse en las formas de equilibrio permanente que harán de ella su complementario al nivel del pensamiento operatorio o racional”.

Para este autor, por tanto, el juego constituye el polo opuesto de la asimilación de lo real al yo, aunque haciendo participar como asimilador a la imaginación creadora, motor de todo pensamiento interior e incluso de la razón. Según él, la condición necesaria para la objetividad del pensamiento estribe en que la asimilación de lo real al sistema de las nociones adaptadas se encuentre, en definitiva, en equilibrio permanente con la acomodación de estas mismas nociones a las cosas y al pensamiento de los otros sujetos. Es decir, que todo depende de que el sujeto haya adquirido la reversibilidad operatoria, en tres sistemas de operaciones:

a) Lógicas (reversibilidad de las transformaciones del pensamiento)

b) Morales (conservación de los valores)

c) Espacio-temporales (organización reversible de las nociones físicas elementales).

Lo cual, por supuesto, no se consigue hasta el final de la primera infancia. Antes, el niño vacila, según Piaget, entre tres especies de estados:

1) Los equilibrios momentáneos entre asimilación y acomodación

2) Las acomodaciones continuamente renovadas, pero intermitentes, que desplazan cada vez el equilibrio anterior

3) La asimilación de lo real al yo (condición de continuidad y de desarrollo).

EL JUEGO SIMBOLICO

Teniendo en cuenta la concepción ‘helicoidal’ que Piaget tiene de la evolución del pensamiento infantil, resulta poco menos que imposible hablar acerca de uno de sus aspectos particulares (el ‘juego simbólico’, en nuestro caso) sin referirse siquiera de pa-sada a los demás aspectos. Pues, como sabemos, cada estadio de la evolución del niño se encuentra, a través del proceso de asimilación-acomodación, perfectamente imbrica-do con el anterior y posterior, no constituyendo en ningún caso un comportamiento cerrado que se pueda examinar privadamente. El mismo Piaget, refiriéndose al tema que nos ocupa, explica lo que venimos diciendo. Para él, el ‘juego simbólico’ es la ‘juego de ejercicio’ lo que la inteligencia representativa a la inteligencia sensorio-motora, o lo que viene a ser lo mismo, paro resulta quizá más gráfico, el ‘juego simbólico’ es a la inteligencia representativa lo que el ‘juego de ejercicio’ es a la inteligencia sensorio-motora. Esto quiere decir, a nuestro modesto entender, que, resumiendo, en el paso de un tipo de juego al otro el ‘significante’ se diferencia del ‘significado’. Pero el cambio no es tajante al pasar de un estadio a otro, pues según Piaget en la adaptación por esquemas sensorio-motores intervienen ya ‘significantes’, ‘indicios’ que permiten al sujeto reconocer los objetos y relaciones asimiladas con conocimiento de causa e incluso imitar. Por tanto, y como podremos comprobar a continuación, no se puede hablar del ‘juego simbólico’ sin referirse también al ‘juego de ejercicio’, y viceversa.

Los estadios del juego en Piaget

Según Piaget, se puede considerar que el juego comienza ya desde el primer estadio del período sensorio-motor (‘adaptaciones puramente reflejas’), pero es sólo a partir del segundo estadio (‘reacciones circulares primarias’) cuando se puede observar el fenómeno con mayor claridad. Es esto lo que hace suponer a Claparède que todo es juego durante los primeros meses de existencia, afirmación con la que Piaget no está del todo de acuerdo. En el tercer estadio (‘reacciones circulares secundarias’) la diferenciación entre juego y asimilación intelectual es ya un poco más acentuada. En el cuarto estadio (‘coordinación de los esquemas secundarios’) se presentan dos novedades:

– Aplicación de los esquemas conocidos a situaciones nuevas (susceptibles de continuarse por intermedio de manifestaciones lúdicas)

– La movilidad de los esquemas permite la formación de verdaderas combinaciones lúdicas (“ritualización de los esquemas”).

En el quinto estadio (‘reacciones circulares terciarias’) ya el niño se divierte en combinar gestos que no tienen relación entre sí y sin buscar realmente experimentar con ellos, para repetir enseguida los gestos habituales y hacer un juego de combinaciones motoras. Según Piaget, tanto durante este estadio como durante el precedente el juego se presenta bajo la forma de una extensión de la función de la asimilación, más allá de los límites de la adaptación actual. A partir del sexto estadio, y ya dentro del período preo-peracional, el símbolo lúdico se destaca del ritual bajo la forma de esquemas simbólicos, gracias a un progreso decisivo en el sentido de la representación. Es la etapa del ‘hacer como si’, donde el símbolo se basa en el simple parecido entre el objeto ausente ‘significado’ y el objeto presente que juega el papel de ‘significante’, lo cual implica un cierto grado de representación. Nos encontramos aquí a un paso del ‘juego simbólico’ ; dice Piaget que en el nivel en que aparecen estos primeros símbolos lúdicos el niño se capacita para comenzar a aprender a hablar, pues los primeros ‘signos’ pare-cen ser contemporáneos de estos símbolos. Y añade en otro lugar:

“Así, merced al lenguaje, el niño se ha convertido en capaz de evocar situaciones no actuales y liberarse de las fronteras del espacio próximo y del presente, es decir, de los límites del campo perceptivo, mientras que la inteligencia sensorio-motriz está casi por entero contenida en el interior de estas fronteras”.

Piaget denomina ‘juego de ejercicio’ al que se desarrolla durante los estadios II al V que acabamos de nombrar. Este tipo de juego, como decimos, tiene lugar durante el período sensorio-motor, y se caracteriza por lo que se ha denominado ‘hacer como si’: el niño comienza a realizar una acción que puede tener un objetivo en sí misma (p.ej., mover la cabeza por el simple placer de moverla). No intervienen en esta etapa símbolos o ficciones ni reglas, aunque, eso sí, hay también, aparte del ‘juego de ejercicio sensorio-motor’, un ‘juego de ejercicio de pensamiento’, pero éste pertenece ya a estadios posteriores y coexiste con el ‘juego simbólico’.

A partir del estadio VI comienza el llamado ‘juego simbólico’ ; el niño efectúa la representación de un objeto ausente. Este es un paso importantísimo, según Piaget, ya que al lograr el infante la comparación entre un objeto dado y un objeto imaginado, el lazo entre significante y significado a que antes nos referíamos es ya totalmente subjetivo. Como ya apuntábamos al principio de este capítulo, este paso gigantesco no se realiza de golpe, ya que entre el simbolismo propiamente dicho y el ‘juego de ejercicio’ existe un intermediario: el símbolo constituido en actos o en movimientos desprovistos de representación. Y, por supuesto, cuando el símbolo viene a injertarse sobre el ejercicio sensorio-motor, éste último no queda por eso suprimido, sino que simplemente se subordina al primero.

Al final de la infancia, el ‘juego simbólico’ es sustituido poco a poco por el ‘juego de reglas’, que ya implica relaciones sociales e interindividuales, como veíamos en la introducción a este trabajo. Estos juegos, entre otras razones, proceden de antiguos ‘juegos simbólicos’ que se vuelven colectivos, despojándose totalmente de su contenido imaginativo. Piaget se refiere a tres razones esenciales para el debilitamiento del simbolismo con la edad:

a) Contenido del simbolismo (el niño encuentra cada vez más interés en la existencia verdadera)

b) El simbolismo de varios puede originar una regla.

c) En la medida en que el niño intenta someter la realidad más que asimilarla, el símbolo deformativo se transforma en imagen imitativa, y la imitación misma se incorpora a la adaptación inteligente o afectiva.

El simbolismo infantil

Como decíamos en el apartado anterior, el simbolismo va sustituyendo en el niño a lo sensorio-motor de una forma gradual y paulatina. El primer paso corresponde al ‘hacer como si’. Piaget pone el siguiente ejemplo:

“… una mañana, completamente despierto y sentado en la cama de su madre, el niño ve una esquina de su almohada (hay que decir que, para dormirse, el niño cogía siempre en la mano una punta de la almohada y se metía en la boca el pulgar de esa misma mano) ; entonces se apodera de la esquina de sábana, cierra fuertemente la mano, se mete el pulgar en la boca, cierra los ojos y aún sentado, sonríe ampliamente”.

Se trata aquí, según Piaget, todavía de una representación independiente del lenguaje, pero ligada a un símbolo lúcido, el cual generalmente acompaña una acción de-terminada. El siguiente escalón hacia el simbolismo es la llamada ‘imitación diferída’, que se produce ya en ausencia del modelo correspondiente:

“Así una de mis hijas, que invitó a un amiguito, se sorprendió al ver que se enfadaba, gritaba y pataleaba.. No reaccionó en su presencia, pero, después de que se hubo ido, imitó la escena sin ningún enfado por su parte”.

Y, por fin, llega la última etapa la ‘imagen mental’ o ‘imitación interiorizada’), que ya cumple con el requisito principal de la función simbólica: la diferenciación clara entre significantes (signos y símbolos) y significados (objetos o acontecimientos). El ‘juego simbólico’, según Piaget, aparece, como ya decíamos, aproximadamente al mismo tiempo que el lenguaje, pero independientemente de éste. Piaget se pregunta si acaso no sería posible concluir que el símbolo, aun bajo su forma lúdica, necesita del signo y del lenguaje y que, como éstos, se basa en un factor de orden representativo. Su respuesta es tajantemente negativa, por tres razones:

1) Ni la palabra ni el contacto con otro acompaña siempre a la formación de un simbolismo

2) Los ‘juegos simbólicos’ observados en el chimpancé

3) El efecto más característico del sistema de los signos verbales sobre el desarrollo de la inteligencia es el de permitir la formación de los esquemas sensorio-motores en conceptos.

Es decir, que según Piaget, el ‘juego simbólico’ es algo distinto del lenguaje, aunque en ocasiones se sirve de él. La importancia del simbolismo en el desarrollo del niño es doble:

a) Desde el punto de vista del significado, permite al sujeto revivir sus experiencias vividas y tiende a la satisfacción del Yo más que la sumisión de éste a lo real.

b) Desde el punto de vista del significante, el simbolismo ofrece al niño el lenguaje personal vivaz y dinámico, indispensable para expresar su objetividad intraducible por el sólo lenguaje colectivo.

CONCLUSIONES

Wallon afirma que la ficción forma parte del juego por naturaleza, puesto que se opone a la cruda realidad. Según él, el niño repite en sus juegos las experiencias que acaba de vivir y a sí mismo a los demás. Se trata de una ‘imitación selectiva’, referida a personas que tienen un mayor prestigio para el niño. A este respecto dice Garvey:

“En algunas ocasiones, al jugar con muñecos y con otros objetos, los niños parecen asociar a aquéllos con miembros de sus propias familias y eligen siempre a un muñeco del mismo sexo que el familiar, para representar a éste”.

Piaget advierte en este contexto contra un frecuente error inspirado por el ‘adultocentristmo’ ; generalmente se le presta demasiado pronto atención al niño que juega una conciencia de ficción, rehusándole toda especie de creencia. Según Janet, hay dos tipos opuestos de ‘creencias’ en la primera infancia:

a) Creencia-promesa (compromiso frente a otro y al adulto ; adhesióna la realidad común y sancionada colectivamente)

b) Creencia asertiva (inmediata, anterior a la distinción de los cierto y lo dudoso y ligada a la simple presentación de una realidad cualquiera al pensamiento).

Ambas se incluyen dentro del desarrollo natural del niño, según afirma Piaget, y concluye diciendo:

“El niño de 2-4 años ni siquiera se pregunta si sus símbolos lúdicos son verdaderos para los demás y no trata seriamente de convencer a los adultos que le rodean. Pero no se plantea la cuestión de veracidad y no tiene necesidad de hacerlo ya que, siendo una satisfacción directa del Yo, el juego simbólico incluye la propia creencia, que es una verdad subjetiva”.

BIBLIOGRAFIA

GARVEY, C., 1985, El juego infantil, Madrid, Morata

HENRIOT, Jacques, 1978,  “La psicología del juego”, en VARIOS, Enciclopedia de la Psicología y la Pedagogía

LABINOWICZ, Ed., 1982, Introducción a Piaget, México, FEI

PIAGET, Jean, La formación del símbolo en el niño, fotocopia

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VARIOS, 1978, Enciclopedia de la Psicología y la Pedagogía, Madrid, Sedmay-Lidis

WALLON, Henri, 1984, La evolución psicológica del niño, Barcelona, Grijalbo

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VIGENCIA DEL ‘MAQUIAVELISMO’ EN LA ACTUALIDAD: HEGEMONÍA Y CONSENSO

Juan Puelles López (1986)

  

INTRODUCCION

En este trabajo nos proponemos establecer las vinculaciones existentes entre el pensamiento político de Nicolás Maquiavelo con la actualidad. Tal vez pueda parecer aventurado y hasta utópico hallar una tal relación. No en vano han transcurrido casi 500 años desde la muerte de Maquiavelo (1527), y el mundo indudablemente ha dado mu-chas vueltas desde entonces ; entre otras cosas, se ha llevado a cabo el desarrollo del modo capitalista de producción, que por aquel entonces aún se hallaba en mantillas. No obstante, creemos que el pensamiento de Maquiavelo se mantiene vigente a pesar de todo, con los consabidos reajustes debidos al paso inexorable de los siglos. Prueba de ello es la actualísima ‘teoría del Estado’ de Antonio Gramsci, que no es otra cosa que una trasposición a nuestro siglo XX de la teoría política de Maquiavelo, tal como se refleja en ’El Príncipe’ y en el resto de su obra.

El plan de trabajo será el siguiente: tras establecer el marco teórico, procederemos a exponer las ideas de Maquiavelo sobre el ‘príncipe’, comparándolas con el ‘moderno príncipe’ gramsciano, reflejado en diversos artículos del pensador marxista italiano. Luego ampliaremos la información con un análisis de las ideas republicanas de Maquiavelo, a la luz de los ‘Discursos sobre Tito Livio’, también refiriéndonos constantemente a Gramsci. La conclusión a sacar será que Maquiavelo fue un adelantado para su época, pues, si bien sus ideas no fueron tomadas muy en serio, en su tiempo (o tal vez se le tomó demasiado en serio -fue incluido en el Indice y se le consideró en determinados círculos poco menos que un ‘engendro de Satanás’, o el propio diablo en persona), sus ‘maquiavélicas’ ideas han sido aplicadas por todos los gobiernos de todas las tendencias desde que el mundo es mundo, aunque, por supuesto, nadie se atrevió nunca a reconocerlo de una forma tan descarada y a veces cínica como el autor que comentamos.

Marco teórico

El acometer la redacción de un trabajo sobre una personalidad como la de Maquiavelo plantea siempre serios interrogantes, de los cuales opino que el principal es el del enfoque que se le va a dar al susodicho trabajo. Este tema del enfoque es especial-mente problemático en el caso del autor que nos ocupa, por cuanto que Maquiavelo, aún siendo un hombre típico del Renacimiento italiano, es a su manera ‘atípico’ en su época dentro de su especialidad, la ‘teoría política’. Podríamos incluso decir que Maquiavelo se adelanta a su época en cuanto a ideas políticas se refiere, influyendo directa o indirectamente a cuantos después de él se dedicaron a estos menesteres, tanto teóricamente como en la práctica. Ahí radica precisamente el problema que decíamos: la personalidad y el pensamiento de Maquiavelo son lo suficientemente complejos y sugerentes para que no baste con exponer sus ideas en relación con su momento histórico concreto, sino que hay que referirse constantemente a la época actual para constatar la posible vigencia de sus opiniones en materia política. Y por ello es complicado decidir qué enfoque darle a nuestro estudio: desde la actualidad o centrándonos en el propio tiempo del autor que analizamos.

Ya de por sí el Renacimiento es una época conflictiva ; se trata de un período de crisis (“de perturbaciones”, diría Toynbee), y significa el tránsito del feudalismo medieval a las monarquías absolutas. En ese sentido todos los pensadores renacentistas son en sus producciones testigos más o menos conscientes de los cambios que se estaban realizando a nivel estructural. Para Jerez Mir, el ‘humanismo’ no es más que el órgano de expresión intelectual de la gran burguesía, que comenzaba entonces a tener importancia social (auge de la banca: los nobles necesitaban dinero para sus aventuras bélicas) ; así dice:

“El humanista puede que se sueñe libre en muchas ocasiones, que alardee de su independencia, pero, en definitiva, depende del mecenazgo de la aristocracia económica y, por tanto, su posición ideológica, por muy progresiva que alcance a ser, no lo será en tal grado que se transforme en revolucionaria. Las ondas expansivas del movimiento humano, sus imágenes, estarán siempre muy calculadas”.

Siguiendo en esta línea de razonamiento, considera Jerez Mir sintomático el uso del latín como medio de expresión por la casi totalidad de los intelectuales renacentistas ; indica un indudable afán humanista por monopolizar una cultura elitista. En ese sentido la teoría política de Maquivelo constituiría la justificación filosófica del régimen político bajo el que había consolidado sus cimientos la sociedad señorial: el absolutismo incipiente. Antonio Gramsci opina de manera similar. Para él (uno de los pensadores actuales más influidos por los puntos de vista maquiavelianos), como marxista que es, las ideas dominantes en una época histórica son las ideas de la correspondiente clase dominante. Por tanto, y ya refiriéndonos concretamente a la historia de Italia, hace una clara distinción entre Dante y Maquiavelo ; opina que “… Dante cierra la Edad Media (una fase de la edad Media), mientras que Maquiavelo indica que una fase del mundo moderno ha conseguido ya elaborar sus problemas y las correspondientes soluciones de un modo muy claro y profundo”. Considera Gramsci inútil tratar de establecer una conexión entre ambos autores, “… y aún menos entre el Estado moderno y el Imperio medieval”, y puntualiza:

“El intento de descubrir una conexión genética entre las manifestaciones intelectuales de las clases cultas italianas de las varias épocas constituye en realidad la ‘retórica’ nacional: la historia real se sustituye por las larvas de la historia (… no tiene significación científica … Es un elemento político ; o menos aún, un elemento secundario y subordinado de organización política e ideológica de pequeños grupos que luchan por la hegemonía cultural y política)”.

Maquiavelo, indudablemente, fue un adelantado para su época. El Estado moder-no a que Gramsci se refiere no existía aún cuando nuestro autor escribió ‘El Príncipe’ y los ‘Discursos sobre la primera década de Tito Livio’ , comenzaría a hacerse realidad en una época posterior. Pero, como dice Jean-Jacques Chevallier en el prólogo a ‘Los grandes textos políticos’, “… la historia está jalonada no sólo por los grandes acontecimientos, sino también por ciertas grandes obras políticas, que más de una vez, a más o menos largo plazo, han contribuido a la preparación de estos acontecimientos”. Por ello divide la historia desde el Renacimiento a nuestros días en 4 grandes períodos que citamos a continuación:

a) Marcha de los grandes Estados modernos hacia el absolutismo monárquico

b) Arranque y progresos de la reacción contra la monarquía absoluta

c) Consecuencias inmediatas de la Revolución Francesa

d) Socialismo y nacionalismo.

En cada uno de estos períodos detecta Chevallier diversas obras de teoría política, muchas veces publicadas antes de iniciarse la fase respectiva. Así, en la primera de ellas (que es la que nos interesa), referida a la génesis y consolidación del absolutismo monárquico, incluye ‘La república’, de Bodin, el ‘Leviathan’, de Hobbes, la ‘Política sacada de la Santa Escritura’, de Bossuet y, por supuesto, el ‘Príncipe’, de Maquiavelo.

Decíamos al principio que Maquiavelo, dentro del Renacimiento italiano, es un pensador ‘atípico’. Y, efectivamente, lo es en el sentido de que, según alguno autores y como veremos más adelante, no está clara en absoluto su predilección por la monarquía absoluta, y se le nota muchas veces (en los ‘Discursos sobre la 1ª Década de Tito Livio’, sobre todo) inclinarse más hacia un régimen de tipo republicano, defendiendo el absolutismo más por razones prácticas, circunstanciales, que por otra cosa. Como dice Henri Dénis, en el campo de las ideas políticas, el Renacimiento está especialmente influido por el epicureísmo y estoicismo. La teoría aristotélica del Estado como ser ‘natural’ va siendo progresivamente abandonada a favor de la teoría epicúrea del contrato social. Pera expresarlo en términos gramscianos, el poder del Estado comienza a basarse en el consenso que sostendría la hegemonía de la clase dominante. Ahora bien ; se trata de una época –no lo olvidemos- de crisis y de luchas entre facciones, por lo cual “… el entendimiento entre los hombres es precario y éstos tratan constantemente de romperlo”. De ahí que Maquiavelo abogue por un gobierno fuerte y sin escrúpulos morales.

Por lo tanto, aunque Maquiavelo a todas luces es de ideas republicanas, no las considera viables en aquel momento histórico: cuando los hombres están corrompidos, es imposible mantener o establecer un régimen republicano. Esto, según Abbagnano, denota la seriedad en política de Maquiavelo y no lo define precisamente como un teórico de la superioridad del absolutismo monárquico. Pero, como veíamos anteriormente, una cosa es lo que un autor en una determinada época pretenda defender, y otra muy distinta lo que verdaderamente defiende, consciente o inconscientemente. Volviendo a Jerez Mir, diremos en resumen que el pensamiento de Maquiavelo es una reproducción teórica de la dialéctica concreta de los intereses en pugna en la Europa de su tiempo. Por eso su ‘príncipe’ ideal se mostrará independiente de los criterios morales del cristianismo y de todo tipo de prejuicios éticos o religiosos ; egoísmo, fuerza y astucia serán las virtudes principales de un tal individuo.

En este trabajo, como indica su título, se trata de ver las relaciones que el pensamiento político de Maquiavelo pueda tener con el de la actualidad. Empezaremos, pues, ayudándonos del análisis de la obra de Maquiavelo por Quentin Skinner, por exponer el contenido del ‘Príncipe’ y su influencia en el pensamiento de Gramsci. Luego daremos un repaso a otras obras de Maquiavelo (los ‘Discursos’ mayormente), haciendo igualmente hincapié en sus implicaciones actuales. Intentaremos así dar un significado más concreto y menos negativo al término ‘maquiavelismo’, de tan triste memoria.

EL ANTIGUO Y EL MODERNO ‘PRINCIPE’

Gramsci, en una carta dirigida a Tatiana Schucht y fechada el 7-IX-1931, considera al Renacimiento como un movimiento reaccionario y represivo respecto del desarrollo de los municipios. De hecho, las ciudades renacentistas no quisieron entender las advertencias de Maquiavelo y de otros intelectuales que analizaban a la sazón la situación política ; “… razón, o una de las razones, de la caída de los municipios medievales, o sea, del gobierno de una clase económica que no supe crearse su categoría propia de intelectuales ni, por tanto ejercer una hegemonía además de una dictadura ; los intelectuales italianos no tenían un carácter popular-nacional, sino cosmopolita, según el modelo de la Iglesia, …”. La alternativa ofrecida por Maquiavelo consiste en lo que se ha dado en llamar ‘historicismo’: volver a los orígenes de la historia italiana, con la voluntad de reconocer el pasado como lo que fue, lo cual implica dos cosas:

a) Objetividad histórica (que los orígenes históricos de la comunidad sean claramente reconocidos y rectamente entendidos)

b) Realismo político (que sean reconocidos en su verdad efectiva las condiciones de hecho por medio de las cuales hay que realizar el retorno).

Para Maquiavelo, esas raíces históricas se encuentran en la República libre romana. El creía que una Italia unida podía volver a restablecer el antiguo poderío de Roma, siempre que contara con un Príncipe unificador y reorganizador de la comunidad sobre su base natural, una personalidad suficientemente virtuosa para hacer resurgir a la nación italiana de las ruinas en que a la sazón se hallaba sumida, aún a riesgo de caer en la tiranía. Ahora bien, ese ‘príncipe’ habría de estar dotado de unas condiciones especiales y poco comunes entre la mayoría de los hombres. La virtud primordial sería la de la fortuna ; así, en el ‘Príncipe’ comienza diciendo que a aquel que se ha visto favorecido por las armas y ha conquistado un nuevo reino, lo primero que debe preocuparle es “mantenere lo stato”, preservar el actual estado de los asuntos, especialmente controlar el sistema vigente de gobierno o, en caso de cambiarlo, que el nuevo sea de tal forma “que le procure honor” y le haga glorioso. Para ello Maquiavelo aconseja lo siguiente a los nuevos príncipes:

a) Buenas leyes y buenos ejércitos

b) Cualidades propias de un gobierno principesco:

– Fortuna

– ‘Virtù’ (conjunto de cualidades capaces de hacer frente a las variaciones de la Fortuna).

Podríamos en este punto relacionar a Maquiavelo con Guicciardini, amigo suyo y otro de los grandes teóricos de la política en el Renacimiento italiano ; para éste hay dos cosas fundamentales para la vida del Estado: las armas y la religión. Como podemos comprobar, en este autor se ven más claros incluso que en Maquiavelo los dos elemen-tos de ‘hegemonía’ que define Gramsci para el Estado moderno: coerción y consenso. Citemos al propio Gramsci al respecto:

“La fórmula de Guicciardini puede traducirse por otras varias fórmulas menos drásticas: fuerza y consentimiento, coacción y persuasión, Estado e Iglesia, sociedad política y sociedad civil, política y moral […], derecho y libertad, orden y disciplina, o, con un juicio implícito de sabor libertario, violencia y fraude. De todos modos, en la conciencia política del Renacimiento la religión era el consentimiento y la Iglesia era la sociedad civil, el aparato de hegemonía del grupo dirigente, el cual no tenía un aparato suyo propio, o sea, no tenía una organización cultural e intelectual, sino que sentía como tal la organización eclesiástica del universo. No han salido aún de la Edad Media sino por el hecho de concebir y analizar abiertamente la religión como ‘instrumentum regni’”.

Hemos citado íntegramente este texto de Gramsci porque nos parece muy ilustrativo sobre su opinión acerca de la política renacentista, y enlaza directamente con su concepción del “moderno príncipe”. El moderno ‘príncipe’ (el partido político) no tendrá las desventajas del príncipe maquiaveliano, propio de una época histórica en que el Estado moderno aún no estaba conformado del todo. Porque, según Gramsci, a través de los partidos políticos las clases sociales elaboran un nuevo ‘bloque histórico’. A la larga, y siguiendo la dinámica de la lucha de clases, este esquema acabaría por eliminar la división entre gobernantes y gobernados, “… ejerciendo una hegemonía liberadora, orientada a superar la perpetua división del género humano”. Es decir, que Gramsci propone para la época actual una dirección colectiva del Estado, o sea, “… incorporar al individuo en el hombre colectivo, beneficiándose de la concentración estatal –escuela, etc.- y vinculándose a la reforma económica, pero con la participación desde abajo, ha-ciendo convertirse en libertad la necesidad”. Pero, como veremos, esta concepción de Gramsci no es tan distinta como parece de la de Maquiavelo-Guicciardini.

Volvamos, pues, al ‘príncipe’ maquiaveliano. Amparándose en su ya citado ‘realismo político’, Maquiavelo se muestra consecuente: un príncipe debe procurar mantener su estado y obtener gloria para sí mismo. Por tanto, y dado que un gobernante debe proteger sus intereses en un mundo sombrío en el que la mayoría de los hombres “no son buenos”, es evidente que, aunque bienintencionada, la máxima de Cicerón de que “el comportamiento moral es siempre racional” no puede ser cierta en política. Según Maquiavelo, pues, un príncipe prudente “… defiende todo lo que es bueno cuando puede”, pero “… sabe cómo hacer el mal cuando es necesario”. Tradicionalmente, en esto último reside el concepto de ‘maquiavelismo’ tan traído y llevado: el ‘maquiavélico’ es aquel que se aprovecha de lo que hacen los demás, y el maquiavélico elevado sería el que guarda distancia emocional sin comprometerse con la conducta de los demás, o ni siquiera la suya. Este concepto se aplica en psicología a las personas en general, y no sólo a los gobernantes. Así, según Christie, un maquiavélico elevado haría las siguientes aseveraciones, que podrían estar sacadas de las obras del propio Maquiavelo:

a) “Una mentira inocente a menudo es buena”.

b) “La mayoría de las personas no saben realmente lo que es mejor para ellas”.

c) “La falsedad en la guerra es encomiable y honorable”.

Efectivamente, para Maquiavelo la clave de un gobierno de éxito reside en saber adaptarse a las circunstancias, y la práctica de la hipocresía, entonces, es de lo más indispensable para su supervivencia. ¿Por qué? Hay dos razones:

– La mayoría de los hombres son tan cándidos, que normalmente toman las cosas según su valor aparente de una manera totalmente acrítica.

– Cuando se trata de valorar el comportamiento de los príncipes, incluso los más perspicaces observadores están en gran manera condenados a juzgar según las apariencias.

O, resumiendo en palabras del propio Maquiavelo, “… un príncipe que engaña, siempre encuentra hombres que se dejan engañar a sí mismos”. Por tanto, nada hay de las virtudes específicamente principescas que proponía, entre otros, Cicerón: honestidad, liberalidad y misericordia. Ya hemos visto cómo, según Maquiavelo, la ‘honestidad’ no es aconsejable en absoluto. El ‘príncipe’ tampoco será liberal, pues si lo fuera se encontraría teniendo que “… agobiar excesivamente a su pueblo” para pagar su generosidad, lo que lo haría “… odioso para sus súbditos” a la larga. Lo mismo ocurre con la misericordia: será tenido por más clemente un príncipe que tenga la valentía de empezar por “… unos cuantos ejemplos de crueldad” que el que sólo acuda al castigo después de que “… los crímenes y los saqueos empiecen”. Algo parecido opina Guicciardini cuando dice que un hombre no debe ser juzgado por la tarea que le ha tocado en suerte, sino por el modo cómo la ejecuta, es decir, por la conducta que asume dentro de su clase, en sus quehaceres o ante la suerte.

Opinamos que la posición de estos pensamientos, por cínica que parezca, no es más que una muestra del realismo político a que antes nos referíamos. De hecho, podemos constatar cómo los gobiernos actuales (de cualquier signo) manipulan a placer los medios de comunicación de masas y utilizan el término ‘libertad’ de una forma tan ambigua como Maquiavelo y Guicciardini proponían hace más de 4 siglos. El mismo Gramsci, aunque contempla en lontananza la utópica ‘sociedad sin clases’, el paraíso comunista, no deja de reconocer que, hoy por hoy, éste es un mundo de dirigentes y dirigidos, y la misión del ‘moderno príncipe’ no deja de ser la misma básicamente que la del antiguo:

– Cómo dirigir del modo más eficaz

– Cómo preparar a los dirigentes del mejor modo

– Cómo se conocen las líneas de menor resistencia o racionales para lograr la obediencia de los dirigidos.

En definitiva, se trata de lograr la hegemonía de un grupo social (el proletariado, se supone en este caso) mediante el consenso, y en este sentido, toda reforma intelectual y moral, todo cambio en la superestructura ideológica, ha de estar supeditado a la reforma económica, es decir, “… todo hecho se concibe como útil o perjudicial, como virtuoso o maligno, sólo en cuanto tiene como punto de referencia al mismo moderno Príncipe y sirve para incrementar su poder o para oponerse a él”. Con lo cual el ‘moderno príncipe’ (el partido, preferentemente el comunista) será la nueva divinidad, el nuevo ‘imperativo categórico’, consiguiendo de esta forma la “… completa laicalización de toda la vida y de todas las relaciones de comportamiento intersocial”. La religión ya no es el ‘opio del pueblo’ que solía ser ; ahora hay drogas más sofisticadas, pero igualmente eficaces.

¿’MAQUIAVELISMO REPUBLICANO’ O ‘REPUBLICANISMO MAQUIAVELICO’?

La principal cuestión que se plantea Gramsci al definir al ‘moderno príncipe’ es la del llamado hombre colectivo. Así se pregunta: “¿Cómo conseguirá cada individuo particular incorporarse en el hombre colectivo y cómo se verificará la presión educativa sobre cada uno obteniendo el consenso y la colaboración de los mismos, haciendo que se transforme en ‘libertad’ la necesidad y la coerción?” Se trata, en definitiva, de conseguir unir la dirección del partido con la espontaneidad de las masas. Para ello Gramsci propone una dirección no ‘abstracta’, es decir, no debe tratarse de una mera repetición mecánica de fórmulas teóricas, más o menos científicas. Estas habrán de aplicarse a hombres reales, formados en determinadas relaciones históricas, con determinados sentimientos y modos de ver ; no deben, pues, despreciarse estos elementos espontáneos, y la misión del partido será la de educar a las masas, orientando de esta forma a los individuos y purificándolos de elementos extraños contaminantes, para así hacerlos homogéneos con la teoría.

Aquí radicará la función del Derecho: “… a través del Derecho el Estado hace homogéneo al grupo dominante y tiende a crear un conformismo social que sea útil a la línea de desarrollo del grupo dirigente”. Este, por supuesto, y como decíamos anteriormente, plantea un problema ético, referido a la correspondencia entre la conducta individual de cada ciudadano y los fines que la sociedad se pone como necesarios. Por supuesto, siempre es más importante la sociedad, y la política que propone Gramsci a este respecto (de lo más maquiavélica, como se verá) tendrá dos aspectos:

– Coactiva en la esfera del derecho positivo

– Espontánea y libre en aquellas zonas en que la ‘coacción’ no es estatal, sino de opinión pública, de ambiente moral, etc.

 

Según Maquiavelo (lo afirma en los ‘Discursos’), “… la experiencia muestra que las ciudades jamás han crecido en poder o en riqueza excepto cuando han sido libres”. La ‘experiencia’ a que se refiere es, por supuesto, la antigua historia de Roma, especialmente el período republicano, y por ‘libertad’ entiende autogobierno. Ahora bien ; ‘autogobierno’ no significa para él gobierno del pueblo, pues no cree en la ‘virtù’ de las masas: sus “diversas opiniones” les impiden ser “capaces de organizar un gobierno”. Es decir, que Maquiavelo insiste en la necesidad de un ‘líder’, un Jefe que reúna las condiciones necesarias de ‘virtù’ para llevar adelante la república. Pero, por supuesto, ese príncipe imprescindible debe contar con consenso, con el apoyo de sus súbditos, porque mientras “… uno solo está preparado para organizar”un gobierno, ningún gobierno puede perdurar “… asentándose sobre las espaldas de uno sólo”. Tampoco apoya Maquiavelo las monarquías hereditarias: “… la ‘virtù’ surge con la vida del hombre y casi nunca se restaura en el decurso de la herencia”. Por lo que queda clara la posición de nuestro autor respecto al absolutismo.

Por supuesto, este gobierno unipersonal entraña sus riesgos. Es el peligro de que la monarquía degenere en tiranía, peligro de lo más natural: incluso las más admirables comunidades están sujetas a la corrupción. Una ‘constitución corrupta’ es para Maquia-velo aquella en la que “… sólo los poderosos” pueden proponer medidas, y lo hacen “… no por la libertad común sino en beneficio de su propio poder”. Son restos de la teoría aristotélica del Estado como cuerpo natural expuesto, como todo en este mundo, a “… sufrir los agravios del tiempo”. Los hombres de estado maquiavélicos, por tanto, consi-guen sus fines de dos maneras distintas:

1) A través del impacto sobre ciudadanos de inferior condición

2) Por efecto de su propia ‘virtù’. Esta consiste en las siguientes características:

a) Deben saber desarmar a los envidiosos.

b) Deben ser hombres de un alto valor personal.

c) Deben poseer profunda prudencia (fundada en el conocimiento de la historia antigua, así como de los asuntos de la actualidad).

d) Deben ser hombres de la mayor circunspección y prudencia, que no puedan ser engañados por las estrategias de sus enemigos.

Estas virtudes, como vemos, se corresponden casi punto por punto con las que Gramsci asigna al partido, nuevo modelo de ‘príncipe’. Volviendo a Maquiavelo, éste considera dos métodos esenciales para organizar los asuntos domésticos de manera que se imprima la cualidad de ‘virtù’ a la totalidad del cuerpo ciudadano (que, por otra parte, son los mismos que ya citamos antes al hablar de Guicciardini):

1) Instituciones que se refieren a la defensa del culto religioso (aunque el príncipe en cuestión no comparta esas creencias populares)

2) Uso del poder coercitivo de la ley para obligar al pueblo a colocar el bien de su comunidad por encima de sus propios intereses.

O sea, que, exceptuando el tema de la religión, el ‘príncipe’ cumple las mismas funciones en Maquiavelo que el ‘partido’ en Gramsci. Maquiavelo insiste en la necesidad de consenso: los grandes legisladores serán aquellos que de manera más clara han entendido cómo usar las leyes para progresar en la causa de la grandeza cívica. Se trata de buscar un equilibrio entre fuerzas sociales opuestas, de forma que cada una “vigile a la otra” a fin de prevenir tanto “la arrogancia de los ricos” como el “libertinaje del pueblo”. Es decir, que se trata de lograr ‘leyes en pro de la libertad’ aprovechando el desacuerdo entre las facciones. Guicciardini no comprende este extremo: para él “… alabar la desunión es como alabar la enfermedad de un paciente a causa de las virtudes de los remedios que se le han aplicado”. Pero Maquiavelo se apoya en el ejemplo de la historia ; aún cuando las disensiones sean malas en sí mismas, fueron no obstante “… un mal necesario para el logro de la grandeza romana”. Lo que hace falta es un gobierno fuerte que se mantenga en constante vigilancia para así poder controlar todos los intentos de subversión. En suma, cree Maquiavelo que la tendencia a la facción se ve estimulada por dos circunstancias, que habría que evitar a toda costa:

a) Prolongación de los mandos militares

b) Maligna influencia ejercida por los que quieren aumentar su riqueza personal

La solución, para Maquiavelo, es sencilla y se puede resumir en una frase: “… mantener las haciendas ricas y a los ciudadanos pobres”. Evidentemente, no fue esto lo que ocurrió en la realidad, sino más bien todo lo contrario. Según Dénis, el modelo económico que surgió a raíz del Renacimiento fue el ‘mercantilismo’: desarrollo paralelo del enriquecimiento de la burguesía comercial y del aumento del poder de los Estados europeos. Las ideas preconizada por Maquiavelo aún tardarían varios siglos en intentar llevarse a cabo.

 

CONCLUSIÓN

Es curioso, como indica Chevallier, que, al menos hasta 1557, en que el ‘Príncipe’ es condenado por el Concilio de Trento, esta obra pasara sin pena ni gloria. Si acaso alguien la leyó, la consideró inofensiva. Fue a partir de esa fecha cuando se empezó a juzgar al libro como “escrito por el diablo” y a su autor como “impuro y malvado”, incluyéndolo en el famoso ‘Indice’: “El alegre compañero, cáustico y picaresco, buen funcionario, buen padre y buen esposo (a despecho de múltiples calaveradas), ha dejado lugar a una figura sombría y satánica, aureolada por presagios infernales”. Sin embargo, simultáneamente este opúsculo se convierte en el libro de cabecera de soberanos y primeros ministros del absolutismo. Para Rousseau, ‘El Príncipe’ está escrito con simulación, para informar y poner en guardia a los pueblos contra los tiranos. Igualmente se considera a Napoleón como la realización más perfecta del ‘príncipe’ de Maquiavelo, e incluso apareció en 1816 un ‘Maquiavelo anotado por Napoleón’, arbitrario y probablemente apócrifo, etc., etc., … Y, por supuesto, ya hemos analizado la influencia de Maquiavelo y el maquiavelismo en Antonio Gramsci. Como dice Chevallier:

“… la fuerza corrosiva del pensamiento y del estilo de Maquiavelo sobre-pasó infinitamente el objeto del momento, por haber puesto de relieve tan crudamente el problema de las relaciones entre la política y la moral ; por haber formulado ‘una escisión profunda, una irremediable separación’ (J. Maritain) entre ellas, ‘El Príncipe’ ha atormentado a la Humanidad durante cuatro siglos. Y continuará atormentándola, si no, como se ha dicho, ‘eternamente’, al menos mientras que esta Humanidad no se haya despojado completamente de cierta cultura moral, heredada, en lo que concierne a Occidente, de algunos grandes antiguos, y sobre todo, del cristianismo”.

Evidentemente, si la Iglesia Católica incluyó a Maquiavelo en el ‘Indice’, tenía sus razones. Maquiavelo fue, indudablemente, el más profundo observador político del Renacimiento, y no podía dejar de darse cuenta de que el Papado era en el fondo la fuente de todas las luchas y rivalidades en la Italia de la época. Eso explicaría, en opinión de Burkhardt, la secreta simpatía que Maquiavelo mostraba por César Borgia, ser malvado por demás. No se trataba, como afirma Rousseau, de advertir al pueblo, con su ejemplo, contra los tiranos ; más bien sería la esperanza de que César “… sacara el hierro de la herida”, es decir, que fuese capaz de destruir al Papado. Algo parecido deja entrever Guicciardini en varios pasajes de su obra ; su odio por la Iglesia es manifiesto. Según Burkhardt, Maquiavelo es el más grande de cuantos especularon con la empresa de la constitución de un Estado, dado que él no teorizaba sobre la política en abstracto, utópicamente. Sus análisis muestran las siguientes cualidades:

– Fuerzas en juego como algo vivo

– Alternativas

– No engañarse a sí mismo ni a los demás.

Es lo que anteriormente caracterizábamos como ‘realismo político’. Sus ideas, como hemos visto, eran de un republicanismo moderado ; así, en los ‘Discursos’ habla de una “… ley de una evolución progresiva, que se manifiesta en sacudidas periódicas, y pide que el organismo estatal sea algo dinámico y susceptible de cambio, con lo que se conseguiría evitar las sentencias cruentas y los destierros”. Pero una tal política no siempre es posible ; sabía, como otros muchos intelectuales, que, por ejemplo, “… Milán o Nápoles estaban demasiado ‘corrompidas’ para llegar a constituir una república”. De ahí que creyese en la necesidad de un ‘líder’ que acabara de una vez por todas con ese estado de cosas: “… todo se orientaba en el sentido del poder y del empleo de la violencia …”.

El paralelismo con Gramsci, como se ha visto, es casi completo. Gramsci concibe, en efecto, al ‘partido’ como la versión moderna del ‘príncipe’ maquiavélico ; debe intentar llevar a la clase obrera a la hegemonía, pero no de forma violenta, como había ocurrido en Rusia. En los países europeos desarrollados la hegemonía había de lograrse mediante consenso, empleando lo menos posible los medios de coerción. Y también Gramsci, igual que Maquiavelo, es partidario de seguir la ‘ley de evolución progresiva’. La continuidad jurídica no ha de ser ‘bizantino-napoleónica’, sino más bien romano-anglosajona (un código realista, vinculado a la concreta vida en perpetuo desarrollo). Por eso Gramsci se ha convertido póstumamente en una de las figuras inspiradoras del Eurocomunismo.

Terminaremos este estudio –de alguna manera había que hacerlo- con la opinión de un pensador cristiano, Frederick Copleston, cuyo análisis del autor que nos ocupa nos parece bastante acertado e ilustrativo:

“Maquiavelo, como han observado los historiadores, dio muestras de su ‘modernidad’ en el énfasis que puso en el Estado como un cuerpo soberano que mantiene su vigor y unidad mediante una política de fuerza e imperialista. En ese sentido adivinó el curso de la evolución política en Europa. Por otra parte, no elaboró ninguna teoría política sistemática, ni se preocupó realmente por hacerlo. El estaba grandemente interesado por la escena italiana contemporánea ; … Además, sobreestimaba la parte desempeñada en el desarrollo histórico por la política en sentido estrecho, y no supo discernir la importancia de otros factores, religiosos y sociales. Es verdad que se le conoce principalmente por sus consejos amorales al príncipe, por su ‘maquiavelismo’ ; pero pocas dudas puede haber en cuanto a que los principios del arte de gobernar que él estableció han sido con frecuencia, aunque deba lamentarse, los que realmente han operado en las mentes de gobernantes y hombres de Estado”.


BIBLIOGRAFIA

ABBAGNANO, N., 1973, Historia de la Filosofía, Barcelona, Montaner & Simon

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CHEVALLIER, Jean-Jacques, 1979, Los grandes textos políticos, Madrid, Aguilar

DÉNIS, Henri, 1970, Historia del pensamiento económico, Barcelona, Ariel

GRAMSCI, Antonio, 1973, Antología, México, Siglo XXI

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JEREZ MIR, Rafael, 1975, Filosofía y sociedad, Madrid, Ayuso

RUCH, Fl.L., y ZIMBARDO, Ph.G., 1978, Psicología y vida, México, Trillas

SKINNER, Quentin, 1984, Maquiavelo, Madrid, Alianza

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Juan Puelles López (1996)

A) CARACTERIZACION IDEOLOGICO-POLITICA DEL FASCISMO

Fascismo y nacionalsocialismo: los mismos perros con diferentes collares

Según Robert J. Soucy se entiende por ‘fascismos’ una forma de dictadura totalitaria surgida durante el siglo XX que pretendía crear una sociedad viable régimentando estrictamente la vida, tanto nacional como individual, de forma que cualquier conflicto de intereses se viese supeditado de forma total al servicio de la nación y a una lealtad incuestionable para con el caudillo de turno. Esta ideología floreció entre 1919 y 1945 e incluso más en varios países a nivel mundial ; alcanzó mayor enjundia en Italia, Alemania, España y Japón, pero también se dio durante períodos de tiempo más o menos largos en Austria, Polonia, Bulgaria, Grecia, Portugal, Rumanía, Hungría, Finlandia, Noruega y Argentina, e incluso democracias liberales como Francia o Inglaterra albergaron en su momento importantes movimientos de corte fascista. En la actualidad se asiste a un repentino resurgir de tales ideas, que, al menos en teoría, parecían desterradas para siempre del Viejo Continente.

El término ‘fascismo’ fue utilizado por primera vez en 1919 por el futuro dictador italiano Benito Mussolini, refiriéndose al antiguo símbolo romano fasces, una serie de palos atados a un hacha que representaban la unidad cívica de los romanos, así como la autoridad de sus oficiales para castigar a quienes quebrantasen la ley. La ideas ultranacionalistas de este personaje, un exmarxista desengañado, se incubaron durante la 1a Guerra Mundial ; influido por las doctrinas de Sorel y de Nietzsche, glorificó la acción y la vitalidad, denunciando el pacifismo de los marxistas por su falta de pragmatismo, y después de la guerra puso su movimiento al servicio de los empresarios conservadores y de los terratenientes en su lucha contra el movimiento obrero (las temidas ‘hordas rojas’). El apoyo de estos sectores, así como sus indudables dotes oratorias (igual que Hitler en Alemania, fue un redomado demagogo) elevaron rápidamente a Mussolini al poder político.

El ‘nacionalsocialismo’, versión alemana del fascismo, se inició en 1920 con la creación del Partido Nacional-Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), liderado pronto, como es sabido, por Adolf Hitler, quien gobernó Alemania en forma totalitaria entre 1933 y 1945. Sus características no son muy diferentes de las del fascismo italiano. No obstante, Soucy señala que este movimiento mostraba una serie de rasgos tipicamente germánicos: se basaba en los tradicionales autoritarismo y expansionismo militaristas prusianos, en la tradición romántica alemana, hostil por lo general al racionalismo, al liberalismo y a la democracia, y en varias doctrinas racistas que consideraban a las razas nórdicas –‘arias’- superiores a las demás en moralidad y en cultura, así como en ciertas tradiciones filosóficas que idealizaban al Estado o exaltaban al individuo superior, dispensándolo de las restricciones sociales convencionales. Entre los teóricos y planificadores del nacionalsocialismo durante su acceso al poder figuraban el general Karl Haushofer como geógrafo y el filósofo Alfred Rosenberg, quien, para establecer sus teorías racistas, se inspiró en el escritor anglo-alemán H.S. Chamberlain, así como el financiero Hjalmar Schacht y el economista y arquitecto Albert Speer. Se trataba, por tanto, de un movimiento mucho más fundamentado desde el punto de vista ideológico que el de los italianos. Ernst Krieck, otro teórico del ‘realismo heroico-popular’ (i.e., nacional-socialismo), dice en un escrito de 1933:

“Se alza … la sangre contra la razón formal, la razón contra el finalismo racional, el honor contra la utilidad, el orden contra la arbitrariedad disfrazada de libertad, la totalidad orgánica contra la disolución individualista, el espíritu guerrero contra la seguridad burguesa, la política contra el primado de la economía, el Estado contra la sociedad, el pueblo contra el individuo y la masa”.

Como comentaba Herbert Marcuse ya en 1934, esta visión ‘heroica’ del hombre aparece como ataque contra la racionalización y tecnificación hipertrofiada de la vida, contra el burgués del siglo XIX con su pequeña felicidad y sus pequeños fines, contra la ‘anemia’ corrosiva de la existencia. El hombre heroico que preconiza el citado Krieck está ligado a las fuerzas de la sangre y de la tierra ; está dispuesto a todo, incluso a sacrificarse sin titubeos, “… obedeciendo humildemente a las fuerzas oscuras de las que mana la vida”. Esto nos lleva directamente a la idea de ‘Führer’, cuya imagen encontramos ya en las llamadas ‘filosofías de la vida’ (v.gr., historicismo, vitalismo, existencialismo, etc.), las cuales, como recuerda Marcuse, consideran a ésta como el ‘dato originario’, más allá del cual no se puede avanzar, invocando de paso al ‘submundo anímico’, presunto hogar de toda fuerza creadora. Las funciones sociales de esta teoría son especialmente rastreables en la obra de Spengler, donde se transforman en la infraestructura ideológica del imperialismo. Esto conduce directamente al naturalismo irracional, que considera a la ‘naturaleza’ como una entidad de origen mítico que, como tal, no puede ser conocida críticamente y, por ende, no es susceptible de modificación histórica.

Marcuse ve en este punto una evidente contradicción entre las relaciones de producción y el nivel alcanzado por las fuerzas productivas ; la Alemania nazi era, en su opinión, una sociedad y una economía que estaba en contra de toda ‘naturaleza’, una ‘totalidad’ consistente en el total dominio de todos, es decir, un universalismo cuyos dirigentes, por supuesto, ni siquiera se planteaban la posibilidad de acreditar ante los individuos que supuestamente representaban en qué medida se atenían a sus intereses. No lo necesitaban, puesto que, como hemos visto en el texto de Krieck, el ‘pueblo’ actuaba como unidad y totalidad esencial, anterior a toda diferenciación de la sociedad en clases, grupos de intereses, etc. Ahora bien ; como ya apuntamos más arriba al hablar de Mussolini, esta concepción del mundo realmente no se dirigía contra el liberalismo, sino contra el socialismo marxista. Von Mises se expresaba claramente a este respecto en 1927: “El fascismo y todas las tendencias dictatoriales similares … han salvado, por el momento, a la civilización europea”. Y el republicano Gentile decía algo parecido por las mismas fechas en una carta elogiosa dirigida al dictador italiano.

Según Marcuse, los ataques presuntamente ‘antiburgueses’ del realismo heroico-popular se dirigían en realidad contra una determinada forma de la burguesía, concretamente contra el pequeño comerciante, y contra una determinada forma de capitalismo: la libre competencia de capitalistas independientes. Esta tendencia totalizadora no era el resultado de la especulación filosófica (que no aparecería hasta bastante más tarde, a modo de justificación), sino que venía exigida por el propio desarrollo económico: el capitalismo monopolista tendía a crear una determinada ‘unificación’ en el seno de la sociedad, en virtud de la cual las empresas pequeñas y medianas pasaban a depender de los cárteles y trusts, de los latifundios y de la gran industria del capital financiero. En teoría el sentido parecía ser enteramente diferente, ya que no se hablaba en absoluto del dominio de una clase social, sino de la unificación de todas las clases: una ‘sociedad sin clases’ basada en la actual sociedad de clases. Se trataba, en suma, de un todo unificador de origen económico, pero basado en el ‘dato originario’ de lo popular. Forsthoff lo explicaba afirmando que “.. el pueblo es algo creado por el poder humano” sino algo “… querido por Dios” (‘organicismo irracionalista’), y Marcuse comenta: “De esta manera quedan desacreditados ‘a priori’ todos los intentos de superar en una verdadera totalidad, mediante una transformación planificadora de las relaciones sociales de producción, los esfuerzos y necesidades de los individuos, que actualmente combaten anárquicos entre sí”. Como es sabido, las opiniones de Marcuse cambiarían radicalmente en escritos posteriores a la 2a Guerra Mundial, donde ya no defendería la ‘dictadura del proletariado’ de la forma que lo hace en este texto temprano.

En esta degradación de la Historia a un acontecer puramente temporal, las revoluciones son consideradas como ‘trastornos’ en su interés por estabilizar una forma de relaciones humanas injustificables frente a la situación histórica. De aquellas circunstancias ‘histórico-espirituales’ (v.gr., sangre, raza, tierra, etc.) surge entonces una comunidad de destino’ histórica. Marcuse comenta a ese respecto que, efectivamente, cada pueblo tiene su propio destino, pero “… precisamente éste escinde la unidad del pueblo en las contradicciones sociales”. Ciertos grupos, no obstante, caracterizan de ‘naturales’ determinadas relaciones sociales, con el fin de conservar el orden existente y protegerlo de toda crítica perturbadora. Es el caso de la ‘naturalización’ fascista del capitalismo monopolista y de la miseria masiva que ésta provoca ; en vez de sublimación y de encubrimiento se pasa a la brutalidad abierta: la felicidad es ‘superada’ mediante el ‘heroísmo’ de la pobreza, el sacrificio y la disciplina, como lucha contra el materialismo.

Es a partir de este momento, en opinión de Marcuse, que “… se ha superado el idealismo racionalista alemán en su forma y en su contenido”, como pretendía el anteriormente citado Ernst Krieck. Porque, en efecto, hace falta un heroísmo casi injustificable racionalmente para poder soportar los sacrificios que exige la conservación del orden existente: “La última palabra no la tiene la naturaleza, sino el capitalismo, que muestra entonces su verdadero aspecto”. Se puede llegar incluso a la guerra, pero, como dice Carl Schmitt, “… no existe ningún fin racional, ninguna norma ideal tan bella, ninguna legitimidad o legalidad que puedan justificar el que los hombres se maten entre sí”. Lo único que queda es el existencialismo en su forma política, una aplicación práctica de su forma filosófica, que el destacado analista híngaro György Lukács caracteriza como sigue:

“Lo que distingue al existencialismo del resto de la filosofía de la vida no es ninguna clase de divergencia programática, sino esta técnica de la desesperación. No es, naturalmente, un azar ni un detalle puramente terminológico el hecho de que la divisa de la ‘vida’, enfáticamente tremolada por aquella filosofía, se sustituye ahora, con no menos énfasis, por la consigna de la ‘existencia’. Aunque en el fondo de la diferencia haya más de estado de ánimo que de metodología filosófica, se expresa en ella, sin duda, algo intrínsecamente nuevo y no desdeñable: la intensidad del aislamiento, de la soledad, del desengaño y de la de-sesperación infunde a la palabra ‘existencia’ un nue­vo contenido. La palabra ‘vida’, en que se hacía antes tanto hincapié, alude a la conquista del mundo por la subjetividad ; esto explica por qué los activistas fascistas de la filosofía de la vida que habrán de relegar enseguida a Heidegger y Jaspers ponen de nuevo en circulación aquella divisa, aunque dándole a su vez un contenido nuevo. El término de ‘existencia’, como leitmotiv de la filosofía, entraña la repudia­ción de mucho de lo que la filosofía de la vida afirmara en otro tiem­po como vivo y que ahora se considera accidental, no existencial”.

El ‘existencialismo político’, como comenta Marcuse, no intenta en ningún caso describir lo ‘existencial’ como opuesto a lo ‘normativo’., pues en él no se determinan exactamente qué situaciones se puede considerar como existenciales. Todo depende de los técnicos, y en el caso que nos ocupa se considerarán ‘existenciales’ las situaciones políticas, y entre éstas, la guerra, ‘relación existencial por antonomasia’ ; el hombre, como ser político que es, no estará determinado, como ocurría en el existencialismo filosófico, por su participación en un mundo espiritual superior, sino que se le define a partir de ahora como un ser originariamente actuante que, por otra parte, actúe sin haber podido decidir ni saber para qué actúa. Esto, según Marcuse, sólo es posible mediante una degradación de la Historia ; ahora es el ‘pueblo’, y no los mezquinos intereses de grupo, el que impone una misión al individuo. En la teoría del Estado total, donde el que decide es únicamente del soberano (= Führer, Duce, Caudillo, etc.), y la única relación política propiamente dicha es la de ‘amigo-enemigo’, cuyo caso extremo está constituido por la guerra. Queda de esta manera eliminada la separación entre Estado y sociedad del liberalismo: el Estado se transforma en depositario de las posibilidades auténticas de existencia. La forma de este Estado será el caudillismo autoritario y su séquito, que obtiene su cualificación política de dos fuentes principalmente, como hemos visto:

a)      Poder irracional ‘metafísico’

b)      Poder ‘no-social’.

La única justificación posible de este Estado es, efectivamente, la metafísica: “La autoridad sólo es posible desde la trascendencia”, y el reconocimiento fundamenta la autoridad. Hallamos en esta teoría del Estado, según Marcuse, una ‘dialéctica’ pasiva que deja de lado la teoría, sin que ésta pueda recogerla y desarrollarla ; con su realización el existencialismo se anula a sí mismo, al ser superado el carácter privado de la existencia humana individual. Como dice el ya citado Forsthoff, el Estado totalitario ha ‘superado’ la libertad individual “… como postulado del pensamiento humano”. El existencialismo termina filosóficamente, por tanto, al negar su propio origen. Kant había vinculado al hombre al deber autónomo, a la libre autodeterminación en tanto única ley fundamental ; el existencialismo anula esta norma, ligando al hombre, como dice Heidegger, “… al caudillo a quien obedece fundamentalmente”, y este mismo autor continúa diciendo: “Las reglas de nuestro ser no son las máximas y las ideas. Sólo el caudillo es la realidad actual y futura de Alemania y es también la ley”.

Tradicionalmente se ha intentado relacionar el existencialismo con el pensamiento de Kant a través de la tendencia antropológica de su ‘lógica trascendental’ ; este punto de vista es, sin embargo, rebatido por Lukács para el caso de Heidegger al constatar cómo éste, en una de sus últimas obras, confirma su visión del mundo cuando razona que la antropología no constituye actualmente ninguna disciplina filosófica especial. Toda la obra de Heidegger, y especialmente ‘Ser y Tiempo’ (1927), ha tenido, por otro lado, una repercusión enorme en el mundillo intelectual ; en nuestra época se vuelven a reivindicar, por enésima vez, sus aspectos ‘hermeneuticos’. Y, no obstante, todos conocen la vinculación directa que tuvo este pensador con el nacionalsocialismo hitleriano, cosa que, tras las inevitables dudas de algunos, ha terminado por ser cumplidamente probada.

 

Las circunstancias histórico-políticas

Según lo cuenta Soucy, los orígenes inmediatos del nacionalsocialismo se encuentran en las consecuencias a corto plazo de la derrota alemana en la 1a Guerra Mundial. En el Tratado de Versailles se declaró a Alemania única culpable del conflicto, se la despojó de su imperio colonial y se la forzó a pagar fuertes indemnizaciones. Todo ello contribuyó a distorsionar gravemente la vida política y social de aquel país, lo cual, unido a la severa inflación subsiguiente, que alcanzó su máximo en 1923, prácticamente acabó con las clases medias alemanas, haciendo a sus empobrecidos miembros proclives a seguir el llamado de la pléyade de grupos políticos radicales que afloraron después de la guerra. Una ligera recuperación económica del país en los próximos años fue cortada de raíz por la crisis mundial de 1929, que acabó de sumir a Alemania en una depresión aparentemente sin esperanza. La República de Weimar, visiblemente incapaz de superar esa difícil situación, fue durante esos años objeto del ataque tanto por parte de la derecha como de la izquierda, Por eso en 1933 una gran mayoría de votantes alemanes apoyó a uno de los dos partidos totalitarios en activo a la sazón: comunistas y nacionalsocialistas. Aún sin haber obtenido la mayoría absoluta en el Reichstag, Hitler, culpando a los comunistas de haber provocado intencionadamente el incendio del edificio parlamentario, consiguió que este partido y otros afines, como el Socialdemócrata, fueran declarados ilegales, quedando su grupo como partido único en el poder.

A partir de ese momento Hitler procedió a llevar a cabo en forma acelerada su proyecto de transformar la sociedad alemana, eliminando sistemáticamente, una vez derogados todos los derechos constitucionales y cívicos, a la clase obrera y a toda otra oposición a su régimen. A tal fin se creó la Geheime Staatspolizei (GESTAPO) y se construyeron campos de trabajos forzados. En sólo dos años (de 1933 a 1935) la estructura de Alemania fue transformada por completo en un Estado centralizado. En virtud de la ‘Gleichschaltung’ (igualación), todas las organizaciones privadas de negocios, sindicatos y asociaciones agrarias, así como la educación y la cultura, fueron sometidas al control y a la dirección por parte del Partido. El ‘Nuevo orden’ nazi, aunque consiguió acabar con el desempleo, elevar el nivel de vida de los trabajadores y campesinos y enriquecer a los grupos dominantes, sirvió más que nada para poner en marcha una gigantesca maquinaria de guerra con la cual iba a poder Hitler emprender más tarde la ruinosa aventura bélica que todos conocen.

El caso italiano fue similar al alemán. Mussolini se hizo con el control del Gobierno italiano en 1922. Inmediatamente deslegalizó a todos los partidos políticos, excepto, claro está, el Fascista. Los sindicatos fueron abolidos y las huelgas prohibidas ; la oposición política fue silenciada. Al contrario que Hitler, Mussolini carecía de un programa político para resolver los problemas sociales y económicos del país, excepto su decisión de dar carta blanca a los grandes negocios, ser pragmático y predicar la necesidad de disciplina ; el resultado fue que en 1926 se derogó la jornada de ocho horas, y entre 1928 y 1932 los salarios disminuyeron sensiblemente, hasta llegar a ser los más bajos de toda Europa. El poder adquisitivo de obreros y campesinos decreció entre un 50 y un 70%. El propio Mussolini reconoció que efectivamente había descendido el nivel de vida en Italia, pero que, afortunadamente, “… el pueblo italiano no estaba acostumbrado a comer mucho y que, por ello, sentía las privaciones menos que otros”. Ese declive alimentario no impidió, sin embargo, a Mussolini propugnar el aumento de la tasa de natalidad, con objeto de probar la virilidad de los italianos y de paso proporcionar futuro personal para las fuerzas armadas ; las campañas militares en el extranjero fueron concebidas, en efecto, principalmente como la solución para los problemas económicos.

El papel de la mujer en la sociedad fascista era exclusivamente el que acabamos de ver: traer hijos al mundo ; a tal efecto las mujeres fueron apartadas de los puestos de responsabilidad y de la educación, y la planificación familiar fue declarada ilegal en 1927. Como lo pone el fascista italiano Ferdinando Loffredo, “… la mujer debe volver a la sujeción por parte del hombre, ya sea padre o marido, y debe reconocer por tanto su propia inferioridad espiritual, cultural y económica”. Esa tendencia decididamente sexista fue adoptada también más tarde por los fascistas franceses ; Pierre Drieu La Rochelle, un apólogo de la ocupación de su país por las tropas de Hitler, por ejemplo, afirmaba que las mujeres, al carecer de las cualidades espirituales del hombre, eran la fuen-te de la decadencia. Desde un principio la filosofía del fascismo italiano proclamó a los cuatro vientos la excelencia de las virtudes guerreras, ya que no sólo se veía la conquista militar como una virtual solución de los problemas económicos del país, sino que se encomiaba a las virtudes militares per se. Entre los slogans favoritos del régimen estaban los de “¡Nada se ha conseguido en la historia sin derramamiento de sangre!” y “¡Un minuto en el campo de batalla equivale a toda una vida pacífica!”. El propio Mussolini exigía que se le obedeciese a lo militar. El macho italiano había de ser darwiniano, y no humanitario, duro, y no blando, masculino, y no femenino. Preocupados por la salud moral de la sociedad, los fascistas denunciaron la ‘decadencia’ en todos sus aspectos: hedonismo, materialismo, individualismo, democracia y laxitud sexual.

 

B) BASES IDEOLÓGICAS DEL NAZISMO Y DEL FASCISMO

Explicaciones psicológicas de la mentalidad fascista

En 1933, simultáneamente al triunfo del nazismo en Alemania, el gran psicólogo Wilhelm Reich se preguntaba dónde residía la contradicción en el seno de la clase obrera alemana o, mejor dicho, “… cómo se manifiesta concretamente en el obrero lo reaccionario y lo progresivo y revolucionario”, extendiendo el planteamiento también a los sectores medios de la sociedad alemana. En resumen, Reich detectaba una incongruencia entre economía e ideología que el marxismo no conseguía aclarar. Para dar respuesta a este interrogante propone entonces su teoría de la economía sexual, que pretende complementar el análisis socioeconómico marxista con el psicoanalítico de Sigmund Freud, que, como es sabido, se basa en cuatro descubrimientos fundamentales: que la vida psíquica es gobernada por procesos inconscientes incontrolables por el ‘yo’, que el niño pequeño desarrolla una sexualidad muy activa que nada tiene que ver con la reproducción, que dicha sexualidad infantil es reprimida por el miedo al castigo asociado a los actos y pensamientos sexuales y que las instancias morales en el hombre, lejos de tener un origen supraterrenal, derivan de las medidas educativas que los padres y sus representantes toman en la más tierna infancia del niño.

Partiendo de estos supuestos, la ‘economía sexual’ de Reich pretende ir más lejos aún que el psicoanálisis. Así, mientras que Freud intenta explicar la represión de los instintos primarios mediante el concepto de cultura (v.gr., el ‘principio de la realidad’, que siempre se opone al ‘principio del placer-displacer’), Reich supone que “… no es la actividad cultural en sí, sino que son las formas actuales de dicha actividad las que exigen esa represión”. La explicación del origen de una sociedad ‘patriarcal-autoritaria’ estaría, según él, precisamente ahí, en la incidencia combinada de familia autoritaria, Iglesia y Estado sobre el niño de corta edad. Así dice: “… la conjunción de las estructuras socioeconómica y sexual de la sociedad, así como su reproducción estructural, tiene lugar durante los cuatro a cinco primeros años de vida y en la familia autoritaria”, ya que “… la estructuración autoritaria del hombre se produce centralmente por el enraizamiento de inhibiciones y angustias sexuales en el material vivo de los impulsos sexuales”, y más adelante continúa diciendo:

“… la represión de las necesidades materiales más groseras no produce el mismo efecto que la de las necesidades sexuales. La primera lleva a la rebelión, mientras que la segunda, dado que somete las exigencias sexuales a la inhibición, que las sustrae a la conciencia, que se ancla interiormente bajo la forma de la defensa moral, impide la concreción de la rebelión contra am-bas formas de opresión. Hasta la propia inhibición de la rebelión es inconsciente. En el hombre medio apolítico no encontramos ni siquiera los atisbos de una conciencia de esa inhibición.

El resultado es el conservadurismo, el miedo a la libertad, incluso una mentalidad reaccionaria”.

Georges Bataille, por su parte, intentando, lo mismo que Wilhelm Reich, completar el análisis infraestructural (lo económico) mediante el análisis de la superestructura ideológica, explica el fenómeno fascista mediante la dialéctica de lo homogéneo y lo heterogéneo: el poseedor de los medios de producción tiende, según él, a la ‘homogeneización’, mientras que el dictador totalitario apela siempre a lo ‘heterogéneo’. Lo ex-plica como sigue:

“El simple hecho de dominar a sus semejantes implica la heterogeneidad del amo, al menos en tanto que amo, en la medida en que el amo se refiere a su naturaleza, a su calidad personal, como una legitimación de su autoridad, carac-teriza esta naturaleza como lo otro, sin poder rendir cuentas racionalmente. Pero no solamente como lo otro en relación con el dominio racional de la medida y de la equivalencia: la heterogeneidad del amo se opone también a la del esclavo. Si la naturaleza heterogénea del esclavo se confunde con la de la inmundicia en la que su situación material le condena a vivir, la del amo se forma en un acto de exclusión de toda inmundicia, acto cuya dirección es la pureza y cuya forma es sádica”.

Según Erich Fromm, hay varios caminos que conducen al hombre a huir de la libertad (lo cual expli­ca en parte la atracción que ciertas personas sienten por los movimientos fascistas y demás totalitarismos). Para él, el hombre actual tiene que escoger entre ser libre o no, amar a los demás o a sí mismo, practicar una ética biófila (i.e., seguir los ‘instintos de vida’ freudianos) o hacerse necrófilo (v.gr., dejarse llevar por los ‘instintos de muerte’), progresar o regresar. Debe elegir, en suma, entre el síndrome de crecimiento y el síndrome de decadencia. Refiriéndose al concepto de libertad, Fromm dice que no es lo mismo ‘libertad respecto de’, que conduce directamente al egoísmo, y ‘libertad para’, la verdadera libertad en su opinión, que comprome­te al individuo consigo mismo. Según este autor, la libertad es algo que el ser humano ha conseguido al final de una trayectoria histórica a través de un moldeamiento de la sociedad sobre su propia individualidad. Es este un camino plagado de dificultades que se extiende en el plano individual, como indica el psicoanálisis, a lo largo de toda la evolu­ción de la personalidad, desde la infancia hasta la edad adulta. El no ser capaz de superar satisfactoria­mente todos los escollos puede desviar al individuo del camino correcto y producirle ‘males’: rebeldía, soledad, impotencia, ansiedad, etc. Y una mente de esas características es, como hemos visto que afirmaba Wilhelm Reich, proclive a comulgar con ideas totalitarias.

 

El pensamiento protofascista

Según Lukács, las ideas filosóficas que cristalizaron en el régimen nacionalsocialista de Hitler son rastreables en toda la corriente ‘irracionalista’ posthegeliana que, arrancando de algunos supuestos negativos del sistema de Hegel, fueron configurando el pensamiento reaccionario alemán de los siglos XIX y XX. Zeev Sternhell, por su parte, afirma algo parecido en relación con el fascismo italiano de Mussolini ; piensa, efectivamente, que el fascismo no constituyó en absoluto un fenómeno puntual, como algunos autores pretenden (un ‘paréntesis’ en la historia contemporánea, lo llamaba Benedetto Croce), y basa su presunción en dos aspectos:

a) El fascismo, antes de convertirse en fuerza política, fue un fenómeno cultural.

b) En el desarrollo del fascismo, su marco conceptual tiene un rol de especial importancia.

Para Sternhell, el fascismo, en sus diversas manifestaciones, es un fenómeno tre-mendamente complejo que no se puede describir con las ‘etiquetas’ al uso. Por ejemplo, el concepto de racismo, con ser importante, sobre todo en Alemania, no basta para defi-nir al fascismo, ni tampoco puede caracterizárselo correctamente en función de su opo-sición radical al marxismo, ya que en cierto sentido constituye “… el resultado directo de una revisión del marxismo”. Sternhell continúa diciendo:

“… quien persista en la idea de considerar el fascismo sólo como un subproducto de la Gran Guerra, un simple reflejo de defensa de la burguesía ante la crisis de la posguerra, se condena a no comprender nada de ese fenómeno capi-tal de nuestro siglo. Fenómeno de civilización, el fascismo encarna el rechazo por excelencia de la cultura política dominante a comienzos de siglo. En el fas-cismo de entreguerras, en el régimen mussoliniano, así como en los otros movi-mientos fascistas de Europa occidental, no existe una idea importante que no ha-ya madurado a lo largo del cuarto de siglo anterior al mes de agosto de 1914”.

Conformes con este punto de vista, y en la imposibilidad de extendernos demasiado sobre esta subyugante temática, terminaremos este trabajo resumiendo el pensamiento de tres autores que a su modo preludiaron estos movimientos: Nietzsche, Sorel y Heidegger. El último de ellos, como ya hemos mencionado, no sólo fue un precursor del nazismo alemán, sino que colaboró estrechamente con él desde su responsabilidad como rector de la Universidad de Friburgo durante todo el período en que gobernó en Alemania el Partido Nacionalsocialista.

FRIEDRICH NIETZSCHE (1844-1900)

A este autor se le suele a veces incluir dentro del ‘vitalismo’ por la importancia que en él cobra el término vida. No obstante, el sentido que Nietzsche da al concepto de ‘vida’ tiene poco o nada que ver con el que le otorgan los vitalistas ; se trata, en definitiva, de un autor al que en realidad no se puede encasillar en escuela alguna. Para él, igual que para su maestro Schopenhauer, la vida es dolor, lucha, destrucción, crueldad, incertidumbre, error, … En suma, es pura irracionalidad. Teniendo en cuenta esto, hay, según él, dos actitudes posibles ante la vida:

a) Renuncia y fuga (es lo que hace la moral cristiana y la espiritualidad común, y lleva al ascetismo)

b) Aceptación de la vida tal cual es (exaltación de la vida y superación del hombre ; eso es lo que simbolizan los personajes legendarios de Dionisos y Zaratustra).

El necesario cambio de actitud ante la vida trae consigo, según Nietzsche, una transmutación de los valores basada en la crítica a la moral cristiana. Opina Nietzsche que “… el hombre ha nacido para vivir en la Tierra” (es solamente cuerpo), y la moral cristiana (enfocada hacia una hipotética ‘vida futura’) es, para él, una moral de renuncia y ascetismo, pues se basa en los siguientes puntos:

– Rebelión de los inferiores, de las clases sometidas y esclavas, ante la casta su­perior y aristocrática.

– Sus fundamentos (desinterés, abnegación, sacrificio) son fruto del resentimiento del hombre débil ante la vida.

– El ‘hombre bueno’ cierra los ojos ante la realidad y no quiere de ningún modo ver cómo está hecha; esto le conduce al pesimismo y al nihilismo.

Nietzsche detecta en el arte (ya desde los tiempos del arte griego clásico) huellas de estas dos actitudes ante la vida. Según él, la filosofía de Sócrates y de Platón, con su mo­ral de renuncia a la vida y decadencia, introdujo lo ‘apolíneo’, sobre todo en el arte plástico, dondese da la armonía de las formas, transfigurando lo horrible y absurdo en ‘imágenes ideales’, ya sean sublimes o cómicas.A nivelsimbólico podríamos decir que ha habido un intercambio de dioses: Apolo en vez de Dionisos. Sólo ve Nietzsche restos de lo ‘dionisíaco’ en algunas obras musicales, y especialmente en las óperas de Richard Wagner (Hitler, como es sabido, era un ‘wagneriano’ empedernido), en las cuales se nota, en su opinión, una cierta embriaguez y exaltación entusiasta. En relación con esto, un término fundamental dentro del pensamiento de Nietz­sche es el del ‘eterno retorno’, que define como “… ‘sí’ que el mundo se dice a sí mismo, expresión cósmica de aquel espíritu dionisíaco que exalta y bendice la vida”.Como ya sabemos, Nietzsche opina que el mundo se presenta desprovisto de todo carácter de racionalidad (no es perfecto, nibello, ni noble). Esta explosión de fuerzas desordenadas tiene en sí una ‘necesi­dad’, que es su voluntad de reafirmarse y,por ello, de volver eternamente sobre sí mismo. Dionisos (v.gr., el ‘superhombre’, caracterizado por la voluntad de poder) acabará más pronto o más tarde por volver a sustituir a Apolo en el dominio del mundo: es una ley necesaria e inevitable.

Para Santiago González Noriega, la filosofía nietzscheana ha contribuido a configurar la cultura contemporánea en muchos de sus aspectos, y muchas tendencias vigentes hoy en día no existirían sin que su pensamiento las hubiese precedido de algún modo. Y Lukács, por su parte, le da la razón en cierto sentido al denominar a este filósofo “fundador del irracionalismo del período imperialista”.

 

GEORGES SOREL (1847-1922)

Principal discípulo de Proudhon, encuadrable dentro del socialismo utópico (aunque sabido es que a dicho filósofo no le gustaba que le encuadrasen en escuela alguna, y menos entre los ‘socialistas utópicos’). Sorel, como constatan Manuel & Ma-nuel, insistió en la utilización por parte de los políticos de las utopías como ilusorios “… planes de compromiso, paliativos, esbozos del futuro que ocultaban los conflictos sociales que atormentaban a una época histórica determinada pretendiendo mostrar a las fuerzas o clases en liza una vía de solución a sus dilemas, unas perspectivas azucaradas de paz social”. En su planteamiento utópico, pretendidamente basado en la experiencia histórica del hombre occidental, Sorel intenta conciliar a Proudhon con Marx, resultando, en opinión de Manuel & Manuel, una mezcla básicamente populista, que pudo ser manipulada indiscriminadamente por unos y por otros (hasta Benito Mussolini parece ser que se inspiró en su pensamiento, como hemos visto):

“El atractivo que sigue ejerciendo Sorel se debe probablemente a sus invectivas contra la hipocresía social y contra los ampulosos principios oratorios. Convendría distinguir el mito soreliano de la gran mentira hitleriana, pues el mito no es una mera instrumentalidad ni un engaño, sino una moralidad, una manera de vivir que se convierte en verdad superior al ser abrazada por los heroicos adeptos. Sorel no fue un fabricante de imágenes ni un forjador de mitos. Encontró el mito en el corazón –en las emociones- de una nueva élite proletaria, de una potencial serie de héroes, y pretendió proteger el mito contra la destrucción en sus primeras fases, particularmente frágiles y vulnerables. En suma, pues, su uto-pía es una versión algo barroca de la fantasía humana muerte-resurrección”.

 

MARTIN HEIDEGGER (1889-1970)

Heidegger, en ‘El Ser y el Tiempo’ (1927), comienza preguntándose: ¿qué cosa es el ser? Esta pregunta se puede entender desde dos puntos de vista:

– El ser mismo (lo que se pregunta) : ser-ahi (‘Dasein’)

– El sentido del ser (lo que se encuentra): existencia  (modo de ser del ‘ser-ahí’).

Por lo tanto, el único significado que puede tener para nosotros la pregunta sobre el ‘ser’, según Heidegger, consiste en analizar la existencia, por constituir ésta precisamente la única posibilidad de referirse en cierto modo al Ser. Heidegger llama a este proceso ‘analítica existencial’. La misma consiste, pues, según Heidegger, en una elección de posibilidades, o comprensión, que puede realizarse a dos niveles:

Existentiva u Ontica  (se refiere a la existencia de un hombre singular)

Existencial u Ontológica  (atañe a la existencia misma, en abstracto).

Heidegger, como buen fenomenólogo, no se interesa por los casos particulares. Por tanto, cuando él habla de ‘existencia’, entiende la segunda versión de la misma (‘existencial’ u ‘ontológica’): La existencia es fundamentalmente trascendencia. O, dicho de otro modo, la existencia se puede definir como ‘estar-en-el-mundo’, por constituir el mundo, en efecto, el proyecto de las posibles actitudes y acciones del hombre. Y esa existencia del ser humano sobre la Tierra consiste, según Heidegger, básicamente en tener cuidado de las cosas (y de los demás hombres). Esto se podría entender de dos maneras:

– Librar a los demás de sus cuidados (‘existencia inauténtica’)

– Ayudarles a ser libres de asumir sus propios cuidados (‘existencia auténtica’)

Es decir, que Heidegger se inclina más por este segundo aspecto de la existencia humana. Para él, en efecto, la misión del hombre estriba precisamente en vivir para la muerte, entendiendo la ‘muerte’ como posibilidad de la imposibilidad de la existencia. La íntima relación que esta manera de pensar guarda con el ‘realismo heroico-popular’ de Hitler y sus secuaces, especialmente en lo que respecta a sus afanes belicistas, resulta, en nuestra opinión, evidente.

 

BIBLIOGRAFIA

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