INTRODUCCION: El juego en general
¿Qué es el juego? Según Jacques Henriot, en un extenso trabajo que forma parte de la ‘Enciclopedia de la Psicología y la Pedagogía Semay-Lydis’, el juego se caracteriza básicamente por un sistema de reglas que tienen un valor obligatorio para el que acepta someterse a ellas. En este sentido se pueden tener en cuenta tres acepciones de la palabra ‘juego’, distintas pero relacionadas entre sí:
a) El objeto o conjunto de objetos que sirven de soporte al juego (se habla, así, del ‘juego de cartas’, ‘juego de criquet’, etc.)
b) El sistema de obligaciones que el juego impone (v.gr., las reglas)
c) La conducta que se impone a los jugadores (éstos observarán, en función de las reglas de juego, una secuencia conductual prefijada y generalmente invariable: barajar, cortar, repartir, etc.).
Podemos, entonces, definir el juego como un todo estructurado, en el sentido que generalmente se le da al término ‘estructura’: organización totalizadora en la que se pasa de un elemento a otro, de un grupo a otro, de un estado a otro, por un conjunto de transformaciones que se efectúan indiferentemente en los dos sentidos. En resumen, que por lo general se le otorga al concepto de ‘estructura’ la categoría de reversibilidad. No obstante, es precisamente esa característica la que resulta conflictiva al referirnos a la susodicha ‘estructura lúdica’, ya que, debido a la importancia que tienen las reglas de juego, resulta que en todo juego, incluso en los relativamente poco estructurados, figura un cierto número de cosas que hay que hacer en un orden determinado. En este caso el juego no sería ‘reversible’, no podría tener más que un solo sentido y se definiría más bien como “… sucesión ordenada de operaciones más o menos aleatorias, dispuestas unas en función de las otras a lo largo de una duración teóricamente irreversible”.
Sin embargo, esta obligatoriedad y sistematicidad es al parecer la característica principal del juego, al menos a partir de un cierto momento de la evolución intelectual del individuo. Es lo que Piaget denomina ‘juego de reglas’, característico del estadio de operaciones concretas. Así dice:
“… la afectividad de los 7 a los 12 años se caracteriza por la aparición de nuevos sentimientos morales y, sobre todo, por una organización de la voluntad, que desemboca en una mayor integración del yo y en una regulación más eficaz de la vida afectiva”.
Piaget insiste mucho en el concepto de ‘respeto mutuo’, del sentimiento de justicia que el niño adquiere a través del juego colectivo, y que consiste en “… transformaciones relativas al sentimiento de la regla, de la regla que une a los niños entre sí, tanto como de la que une al niño con el adulto”. Esto, como decíamos, podría causarnos dificultades a la hora de definir en qué consiste esa ‘estructura lúdica’ a que nos referíamos más arriba. Henriot trata de salvar el escollo hablando de lo que él llama estratos de disgrsión, por cuanto es evidente que cada uno de los momentos de la sucesión lúdica se presenta como la ocasión para una elección: elegir cada jugador, al llegar su turno, entre realizar una jugada o no hacerlo. Por tanto, y siguiendo con el razonamiento, lo que caracteriza a la estructura lúdica no sería ya la reversibilidad del sistema operatorio, sino más bien “… la relativa sustitución de operaciones, que en determinados momentos de la articulación del sistema se puede efectuar entre varias posibilidades que se presentan en haces divergentes”. Es decir, que todo juego puede entonces definirse en relación con dos límites (“… el delirio del jugador opuesto a la autorre-gulación del sistema”), que indicarían dos formas opuestas de ‘no-juego’:
1) El ludismo desenfrenado, que rompe las estructuras a medida que éstas se esbozan (por cuanto el juego no sería tal si no se respetasen unas reglas mínimas)
2) El desarrollo programado de una sucesión regulada de operaciones, en cuya ejecución el operador no tendría otra posibilidad de elección que la de la estrategia y sabría ‘a priori’ cuál era la más eficaz (no habría juego sin la intervención del azar).
El juego no sería, pues, ni una cosa, ni la otra, pero sí constituiría una especie de conglomerado dialéctico entre ambas. Según Henriot, en el espacio intermedio de los dos conceptos se puede definir cada juego como una “… sucesión regulada de secuencias práxicas más o menos aleatorias, cuya elección, en cada punto de articulación de la estructura diacrónica así engendrada, de penderá de la iniciativa de un jugador eventual que tiene en cuenta un conjunto de convenciones a las que, por principio, habrá aceptado someterse”. Es lo que Piaget llamaría equilibrio entre asimilación y acomodación. Volveremos más adelante sobre este punto. Respecto a esta definición de juego que acabamos de desarrollar, Henriot cita seis características que, según Callois y Huizinga, deben de presentarse en toda actividad lúdica. Son las siguientes:
a) Libertad (jugar es tener derecho a no jugar)
b) Separación (el jugar debe permanecer contenido en y por los límites del juego)
c) Incertidumbre (se juega sólo en la medida en que no se sabe jugar)
d) Improductividad (el jugador no deja nada detrás de su paso)
e) Reglamentación (conducta de obligación en sí y para sí)
f) Ficción (conciencia que tiene el jugador de colocarse al margen del mundo habitual).
Teniendo en cuenta estas características, Callois considera cuatro tipos fundamentales de juegos: de competición, de azar, de simulacro y de vértigo. Los primeros (también denominados ‘agôn’) tienen como resorte la lucha, mientras que los ‘juegos de azar’ (‘alea’) se basan en “… una decisión que no depende del jugador, sobre la que no se tiene la menor influencia, y …, consiguientemente, no se trata de triunfar sobre nin-gún adversario, sino más bien sobre el destino”. Por otra parte, tenemos los ‘juegos de simulacro’ (‘mimicry’), relacionados, como veremos, con el ‘juego simbólico’ de Piaget, pues “… tienen como característica común la de apoyarse en el hecho de que el sujeto juega a creer, a creerse, a hacer creer a los demás, que es otro distinto de sí mismo”. Finalmente está el ‘juego de vértigo’ (‘ilinx’), cuyo objetivo consiste en provocar “… mediante un movimiento rápido de rotación o caída un estado orgánico de confusión y desconcierto”. A este último tipo de juego se refiere igualmente Piaget en relación con la psicología infantil. Sin embargo, toda esta definición y clasificación de los juegos a que nos hemos estado refiriendo hasta aquí concierne al juego en general. El tema de este trabajo trata exclusivamente del juego, pero referido al desarrollo evolutivo del niño. Por tanto, en capítulos subsiguientes introduciremos en primer lugar brevemente el juego infantil desde un punto de vista general, para luego concentrarnos en el tema específico del ‘juego simbólico desde la óptica de la psicología de Jean Piaget.
EL JUEGO INFANTIL
Según C. Garvey, en sus características básicas el juego infantil no se diferencia sensiblemente del juego del adulto. Por eso tales caracteres son similares a los que ya vimos antes de Gallois-Huizinga para el juego en general. En lo único en que insiste algo más Garvey es en el aspecto ‘agradable’ de lo lúdico, especialmente en lo que al juego de los niños se refiere. También subraya con especial énfasis el carácter ‘ficticio’ del juego, mediante el contraste entre la simulación y el comportamiento del cual deriva (como dice P. Reynolds, “… el juego es un comportamiento en el modo simulativo”). Las características serían las siguientes:
1) El juego es placentero y divertido. Aún cuando no vaya acompañado por signos de regocijo, es evaluado positivamente por el que lo realiza.
2) El juego no tiene metas o finalidades extrínsecas (es inherentemente improductivo).
3) El juego es espontáneo y voluntario.
4) El juego implica cierta participación activa por parte del jugador.
5) El juego guarda ciertas conexiones sistemáticas con lo que no es juego.
Nos ha parecido interesante nombrar estas características generales del juego, aunque son casi una repetición de las anteriormente citadas, pues conectan de una forma más explícita (aunque sólo hasta cierto punto, como veremos) con la concepción de Piaget acerca de este tema. Sobre todo nos parecen significativos los dos últimos puntos, que se podrían resumir mediante una acertadísima frase de I. Eibl-Eibelsfeldt: “,,, el juego es un diálogo experimental con el medio ambiente”. Piaget expresa esta misma idea al decir que “… con la interiorización de los esquemas, el juego se diferencia cada vez más de las conductas de adaptación propiamente dichas (inteligencia), para orientarse en la dirección de la asimilación”. Porque para Piaget, el juego en el niño no constituye una conducta aparte, y se define únicamente por una cierta orientación de la conducta.
Es decir, que Piaget se muestra en desacuerdo con lo que dice en el punto 2 de la anterior relación, que define, como Baldwin, el juego infantil como una actividad ‘autotélica’, desinteresada, que encuentra su fin en sí mismo. Dicho criterio le parece de lo más impreciso, ya que de sobra es sabido que el jugador en cierto sentido se preocupa por el resultado de su actividad. Para Piaget, cuando asimilación y acomodo están indiferenciados (conductas del principio del primer año), parece, en efecto, que hay autotelismo sin que haya juego propiamente dicho, pero “… en la medida en que la asimilación triunfa sobre el acomodo, el juego se disocia de las actividades no lúdicas correspondientes”. En esto está de acuerdo con la opinión al respecto de Wallon, cuando éste dice:
“El juego se confunde con la actividad total del niño, en tanto que ésta es espontánea y no toma sus objetos de las disciplinas educativas”.
Para Wallon, los juegos no son otra cosa que la prefiguración y el aprendizaje de las actividades que deben imponerse más tarde. Así, por ejemplo, Wallon se refiere a las diferencias entre niños y niñas, que ya se pueden rastrear, según él, en la morfología y en el comportamiento de unos y otras, incluso si reciben una educación semejante (debido, sobre todo, al ejemplo de los adultos). Para Freud, a cuya concepción se opone Wallon, como veremos, de la interpretación de los juegos infantiles se deduce fácilmente que los objetivos funcionales de la sexualidad exigen que el niño se deshaga uno por uno de todos los objetos provisionales con los que se ha investido la sexualidad. Este rechazo no puede suprimir la libido, sino que sólo la obliga a disfrazarse (los juegos constituirían uno de estos disfraces, junto con las manifestaciones neuróticas y los sueños). Wallon, en cambio, opina que el juego no constituye precisamente un enmascaramiento. Según él, resulta del contraste entre una actividad liberada y aquellas a las que normal-mente se integra el sujeto. El juego, por tanto, evoluciona entre oposiciones y se realza superándolas. De ahí la necesidad de reglas.
Con todo esto está más o menos de acuerdo Piaget, excepto en lo concerniente a la supuesta ‘espontaneidad’ del juego en oposición a otra actividades infantiles (punto 3 de Garvey). Para él, esto no explica nada, puesto que las investigaciones intelectuales primitivas del niño y, además, las de la ciencia pura misma, son igualmente espontáneas. El opina que el juego no es más que una asimilación de lo real al yo por oposición al planteamiento ‘serio’, que equilibra el proceso asimilador con un acomodo a los demás y a las cosas. Tampoco le parece a Piaget que el juego sea una “… actividad para el placer” (punto 1), por cuanto muchos ‘trabajos’ propiamente dichos tienen por fin subjetivo la satisfacción o el placer, sin ser por eso juegos. Además (véase la clasificación de Callois), ciertos juegos consisten, sorprendentemente, en reproducir simbólicamente acontecimiento manifiestamente penosos, con el único propósito de digerirlos y asimilarlos. La búsqueda del placer, en todo caso, estaría subordinada en sí misma a la asimilación de lo real al yo, con lo que el placer lúdico sería la expresión afectiva de esta asimilación. Pues, según Piaget, “… la asimilación simple bajo la forma de la repetición de un acontecimiento y, en general, prima sobre la búsqueda del gozo como tal”.
A esta opinión de Piaget cabría oponer la postura de L.B. Murphy, que se plantea la pregunta: ¿cuándo cabe decir que el juego es diversión? Responde que el juego es más divertido cuando es más espontáneo, es decir, “… cuando surge de una integración de impulso e ideas y proporciona expresión, liberación, a veces clímax, a menudo dominio, y cuando en cierto grado es vigorizador y refrescante”. Se trata, en definitiva, de que el niño sea libre de disfrutar y de imponer algo, alguna estructura, alguna pauta al medio ambiente, desde dos puntos de vista.
a) Deseos, enfados, temores, conflictos y preocupaciones de cada individuo
b) Desconciertos, preguntas, la necesidad de clasificar la experiencia, de trazar un mapa cognoscitivo o de mejorar la naturaleza.
Pero Piaget no comparte esta teoría de la ‘liberación de los conflictos en el juego’, puesto que, según él, el juego ignora los conflictos, o si los encuentra, es para liberar el yo mediante una solución de compensación o de liquidación, mientras la actividad seria se debate en conflictos ineludibles. Por razones parecidas se opone igualmente a la ‘carencia relativa de organización en el juego’, así como a la teoría de la ‘sobremotivación’ de Curto, según la cual se registra una intervención de motivos lúdicos no contenidos en la acción seria inicial. Piaget se opone de igual manera a otras teorías que se suelen barajar acerca de la significación psicológica de los juegos infantiles. Así, combate por insuficientes la ‘teoría del pre-ejercicio’ de K. Groos (el juego contribuye al desarrollo de funciones cuyo estado de madurez no es alcanzado sino al final de la infancia ; cfr., la opinión de Wallon), la de la ‘recapitulación’ de Stanley Hall (el juego de los niños tiene por función liberar a la especie humana de residuos de actividades ancestrales) y la de la ‘dinámica infantil’ de Buytendjik (un niño juega porque es niño, es decir, porque los caracteres propios de su ‘dinámica’ le impiden hacer otra cosa que jugar), que no desarrollaremos aquí por falta de espacio. La teoría de Piaget acerca del juego infantil pretende interpretarlo, al contrario de otros investigadores, a partir de la estructura del pensamiento del niño. A este propósito afirma:
“El juego es el producto de la asimilación que se disocia de la acomoda-ción antes de reintegrarse en las formas de equilibrio permanente que harán de ella su complementario al nivel del pensamiento operatorio o racional”.
Para este autor, por tanto, el juego constituye el polo opuesto de la asimilación de lo real al yo, aunque haciendo participar como asimilador a la imaginación creadora, motor de todo pensamiento interior e incluso de la razón. Según él, la condición necesaria para la objetividad del pensamiento estribe en que la asimilación de lo real al sistema de las nociones adaptadas se encuentre, en definitiva, en equilibrio permanente con la acomodación de estas mismas nociones a las cosas y al pensamiento de los otros sujetos. Es decir, que todo depende de que el sujeto haya adquirido la reversibilidad operatoria, en tres sistemas de operaciones:
a) Lógicas (reversibilidad de las transformaciones del pensamiento)
b) Morales (conservación de los valores)
c) Espacio-temporales (organización reversible de las nociones físicas elementales).
Lo cual, por supuesto, no se consigue hasta el final de la primera infancia. Antes, el niño vacila, según Piaget, entre tres especies de estados:
1) Los equilibrios momentáneos entre asimilación y acomodación
2) Las acomodaciones continuamente renovadas, pero intermitentes, que desplazan cada vez el equilibrio anterior
3) La asimilación de lo real al yo (condición de continuidad y de desarrollo).
EL JUEGO SIMBOLICO
Teniendo en cuenta la concepción ‘helicoidal’ que Piaget tiene de la evolución del pensamiento infantil, resulta poco menos que imposible hablar acerca de uno de sus aspectos particulares (el ‘juego simbólico’, en nuestro caso) sin referirse siquiera de pa-sada a los demás aspectos. Pues, como sabemos, cada estadio de la evolución del niño se encuentra, a través del proceso de asimilación-acomodación, perfectamente imbrica-do con el anterior y posterior, no constituyendo en ningún caso un comportamiento cerrado que se pueda examinar privadamente. El mismo Piaget, refiriéndose al tema que nos ocupa, explica lo que venimos diciendo. Para él, el ‘juego simbólico’ es la ‘juego de ejercicio’ lo que la inteligencia representativa a la inteligencia sensorio-motora, o lo que viene a ser lo mismo, paro resulta quizá más gráfico, el ‘juego simbólico’ es a la inteligencia representativa lo que el ‘juego de ejercicio’ es a la inteligencia sensorio-motora. Esto quiere decir, a nuestro modesto entender, que, resumiendo, en el paso de un tipo de juego al otro el ‘significante’ se diferencia del ‘significado’. Pero el cambio no es tajante al pasar de un estadio a otro, pues según Piaget en la adaptación por esquemas sensorio-motores intervienen ya ‘significantes’, ‘indicios’ que permiten al sujeto reconocer los objetos y relaciones asimiladas con conocimiento de causa e incluso imitar. Por tanto, y como podremos comprobar a continuación, no se puede hablar del ‘juego simbólico’ sin referirse también al ‘juego de ejercicio’, y viceversa.
Los estadios del juego en Piaget
Según Piaget, se puede considerar que el juego comienza ya desde el primer estadio del período sensorio-motor (‘adaptaciones puramente reflejas’), pero es sólo a partir del segundo estadio (‘reacciones circulares primarias’) cuando se puede observar el fenómeno con mayor claridad. Es esto lo que hace suponer a Claparède que todo es juego durante los primeros meses de existencia, afirmación con la que Piaget no está del todo de acuerdo. En el tercer estadio (‘reacciones circulares secundarias’) la diferenciación entre juego y asimilación intelectual es ya un poco más acentuada. En el cuarto estadio (‘coordinación de los esquemas secundarios’) se presentan dos novedades:
– Aplicación de los esquemas conocidos a situaciones nuevas (susceptibles de continuarse por intermedio de manifestaciones lúdicas)
– La movilidad de los esquemas permite la formación de verdaderas combinaciones lúdicas (“ritualización de los esquemas”).
En el quinto estadio (‘reacciones circulares terciarias’) ya el niño se divierte en combinar gestos que no tienen relación entre sí y sin buscar realmente experimentar con ellos, para repetir enseguida los gestos habituales y hacer un juego de combinaciones motoras. Según Piaget, tanto durante este estadio como durante el precedente el juego se presenta bajo la forma de una extensión de la función de la asimilación, más allá de los límites de la adaptación actual. A partir del sexto estadio, y ya dentro del período preo-peracional, el símbolo lúdico se destaca del ritual bajo la forma de esquemas simbólicos, gracias a un progreso decisivo en el sentido de la representación. Es la etapa del ‘hacer como si’, donde el símbolo se basa en el simple parecido entre el objeto ausente ‘significado’ y el objeto presente que juega el papel de ‘significante’, lo cual implica un cierto grado de representación. Nos encontramos aquí a un paso del ‘juego simbólico’ ; dice Piaget que en el nivel en que aparecen estos primeros símbolos lúdicos el niño se capacita para comenzar a aprender a hablar, pues los primeros ‘signos’ pare-cen ser contemporáneos de estos símbolos. Y añade en otro lugar:
“Así, merced al lenguaje, el niño se ha convertido en capaz de evocar situaciones no actuales y liberarse de las fronteras del espacio próximo y del presente, es decir, de los límites del campo perceptivo, mientras que la inteligencia sensorio-motriz está casi por entero contenida en el interior de estas fronteras”.
Piaget denomina ‘juego de ejercicio’ al que se desarrolla durante los estadios II al V que acabamos de nombrar. Este tipo de juego, como decimos, tiene lugar durante el período sensorio-motor, y se caracteriza por lo que se ha denominado ‘hacer como si’: el niño comienza a realizar una acción que puede tener un objetivo en sí misma (p.ej., mover la cabeza por el simple placer de moverla). No intervienen en esta etapa símbolos o ficciones ni reglas, aunque, eso sí, hay también, aparte del ‘juego de ejercicio sensorio-motor’, un ‘juego de ejercicio de pensamiento’, pero éste pertenece ya a estadios posteriores y coexiste con el ‘juego simbólico’.
A partir del estadio VI comienza el llamado ‘juego simbólico’ ; el niño efectúa la representación de un objeto ausente. Este es un paso importantísimo, según Piaget, ya que al lograr el infante la comparación entre un objeto dado y un objeto imaginado, el lazo entre significante y significado a que antes nos referíamos es ya totalmente subjetivo. Como ya apuntábamos al principio de este capítulo, este paso gigantesco no se realiza de golpe, ya que entre el simbolismo propiamente dicho y el ‘juego de ejercicio’ existe un intermediario: el símbolo constituido en actos o en movimientos desprovistos de representación. Y, por supuesto, cuando el símbolo viene a injertarse sobre el ejercicio sensorio-motor, éste último no queda por eso suprimido, sino que simplemente se subordina al primero.
Al final de la infancia, el ‘juego simbólico’ es sustituido poco a poco por el ‘juego de reglas’, que ya implica relaciones sociales e interindividuales, como veíamos en la introducción a este trabajo. Estos juegos, entre otras razones, proceden de antiguos ‘juegos simbólicos’ que se vuelven colectivos, despojándose totalmente de su contenido imaginativo. Piaget se refiere a tres razones esenciales para el debilitamiento del simbolismo con la edad:
a) Contenido del simbolismo (el niño encuentra cada vez más interés en la existencia verdadera)
b) El simbolismo de varios puede originar una regla.
c) En la medida en que el niño intenta someter la realidad más que asimilarla, el símbolo deformativo se transforma en imagen imitativa, y la imitación misma se incorpora a la adaptación inteligente o afectiva.
El simbolismo infantil
Como decíamos en el apartado anterior, el simbolismo va sustituyendo en el niño a lo sensorio-motor de una forma gradual y paulatina. El primer paso corresponde al ‘hacer como si’. Piaget pone el siguiente ejemplo:
“… una mañana, completamente despierto y sentado en la cama de su madre, el niño ve una esquina de su almohada (hay que decir que, para dormirse, el niño cogía siempre en la mano una punta de la almohada y se metía en la boca el pulgar de esa misma mano) ; entonces se apodera de la esquina de sábana, cierra fuertemente la mano, se mete el pulgar en la boca, cierra los ojos y aún sentado, sonríe ampliamente”.
Se trata aquí, según Piaget, todavía de una representación independiente del lenguaje, pero ligada a un símbolo lúcido, el cual generalmente acompaña una acción de-terminada. El siguiente escalón hacia el simbolismo es la llamada ‘imitación diferída’, que se produce ya en ausencia del modelo correspondiente:
“Así una de mis hijas, que invitó a un amiguito, se sorprendió al ver que se enfadaba, gritaba y pataleaba.. No reaccionó en su presencia, pero, después de que se hubo ido, imitó la escena sin ningún enfado por su parte”.
Y, por fin, llega la última etapa la ‘imagen mental’ o ‘imitación interiorizada’), que ya cumple con el requisito principal de la función simbólica: la diferenciación clara entre significantes (signos y símbolos) y significados (objetos o acontecimientos). El ‘juego simbólico’, según Piaget, aparece, como ya decíamos, aproximadamente al mismo tiempo que el lenguaje, pero independientemente de éste. Piaget se pregunta si acaso no sería posible concluir que el símbolo, aun bajo su forma lúdica, necesita del signo y del lenguaje y que, como éstos, se basa en un factor de orden representativo. Su respuesta es tajantemente negativa, por tres razones:
1) Ni la palabra ni el contacto con otro acompaña siempre a la formación de un simbolismo
2) Los ‘juegos simbólicos’ observados en el chimpancé
3) El efecto más característico del sistema de los signos verbales sobre el desarrollo de la inteligencia es el de permitir la formación de los esquemas sensorio-motores en conceptos.
Es decir, que según Piaget, el ‘juego simbólico’ es algo distinto del lenguaje, aunque en ocasiones se sirve de él. La importancia del simbolismo en el desarrollo del niño es doble:
a) Desde el punto de vista del significado, permite al sujeto revivir sus experiencias vividas y tiende a la satisfacción del Yo más que la sumisión de éste a lo real.
b) Desde el punto de vista del significante, el simbolismo ofrece al niño el lenguaje personal vivaz y dinámico, indispensable para expresar su objetividad intraducible por el sólo lenguaje colectivo.
CONCLUSIONES
Wallon afirma que la ficción forma parte del juego por naturaleza, puesto que se opone a la cruda realidad. Según él, el niño repite en sus juegos las experiencias que acaba de vivir y a sí mismo a los demás. Se trata de una ‘imitación selectiva’, referida a personas que tienen un mayor prestigio para el niño. A este respecto dice Garvey:
“En algunas ocasiones, al jugar con muñecos y con otros objetos, los niños parecen asociar a aquéllos con miembros de sus propias familias y eligen siempre a un muñeco del mismo sexo que el familiar, para representar a éste”.
Piaget advierte en este contexto contra un frecuente error inspirado por el ‘adultocentristmo’ ; generalmente se le presta demasiado pronto atención al niño que juega una conciencia de ficción, rehusándole toda especie de creencia. Según Janet, hay dos tipos opuestos de ‘creencias’ en la primera infancia:
a) Creencia-promesa (compromiso frente a otro y al adulto ; adhesióna la realidad común y sancionada colectivamente)
b) Creencia asertiva (inmediata, anterior a la distinción de los cierto y lo dudoso y ligada a la simple presentación de una realidad cualquiera al pensamiento).
Ambas se incluyen dentro del desarrollo natural del niño, según afirma Piaget, y concluye diciendo:
“El niño de 2-4 años ni siquiera se pregunta si sus símbolos lúdicos son verdaderos para los demás y no trata seriamente de convencer a los adultos que le rodean. Pero no se plantea la cuestión de veracidad y no tiene necesidad de hacerlo ya que, siendo una satisfacción directa del Yo, el juego simbólico incluye la propia creencia, que es una verdad subjetiva”.
BIBLIOGRAFIA
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